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Jaime Antonio Rumbea | Mercaderes

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Los tiempos cambian, y las economías y las preferencias morales también

Desde la antigüedad, la fina línea que separa a los mercaderes de los traficantes ha sido apenas perceptible, llena de matices a los que nuestros ancestros se han acomodado. Así como el contrabando fue el negocio de unas pocas familias o partidos políticos aquí, los más hábiles de los cuales son hoy reciclados empresarios formales, también en Miami fue el tráfico de drogas el que dio lugar a una liquidez sin parangón, hoy casi completamente integrada en la economía formal.

Los caóticos intercambios de las antiguas civilizaciones o de nuestras ciudades-puerto modernas sentaron las bases para estructuras comerciales más organizadas, donde la experiencia adquirida en el comercio informal se convertía en la savia de actividades política y moralmente aceptables.

Salvo excepciones, la informalidad es el terreno donde las habilidades emprendedoras se refinan antes de dar el salto -forzado- a la formalidad, o -forzado- a prisión; qué se puede y qué no se puede comercializar, no es al final del día más que una definición política. El RIMPE o la famosa economía popular y solidaria de nuestra legislación se pretenden espacios de legítima transición -forzada-. La informalidad económica absoluta, la que no logra ser forzada, si es que existe, es digerible solo para pocos: enormes riesgos y enormes ganancias.

No es apología reconocer a la informalidad en la historia de la economía; así como Roma creció con el saqueo y el robo de mujeres antes de ser la cuna de nuestros sistemas legales, economías familiares o macroeconomías nacionales se construyeron sobre el contrabando o florecieron cuando nuestra moderna formalidad era menos onerosa.

La cuestión moral queda por fuera del test político y legal. Aquella es tan individual, sin embargo, tan privada y tan temporal, que poco sentido tiene traerla a colación donde procuro hacer generalizaciones conceptuales y dar perspectiva histórica. Esta diatriba no es, entonces, mucho más que reconocer que tarde o temprano los mercados informales informan nuestra política y con ella, a los mercados formales.