Irak clama por la unidad

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Tal vez nos encontremos ante una nueva paradoja: el sistema de reparto de poder que tanta división fomentó en Irak estaría uniendo a los iraquís.

En una época caracterizada por la aparición de numerosos brotes de descontento popular alrededor del mundo, las manifestaciones que han forzado la caída del Gobierno iraquí están pasando relativamente desapercibidas en Occidente. Aunque se estima que la violencia perpetrada por las fuerzas de seguridad iraquís ha acabado ya con la vida de unas 500 personas, las convulsiones que ha experimentado el país en las últimas décadas han sido de tal calado que muchos parecen haberse insensibilizado a ellas. 

La indignación social en Irak se dirige hacia un régimen cuyo diseño lleva sello occidental. Para EE. UU. la guerra de Irak tuvo algunas consecuencias nefastas desde un punto de vista geoestratégico, como la de abrir las puertas de par en par a la influencia iraní. Según el sistema de cuotas que se aplica informalmente en Irak, el ocupante del cargo de primer ministro debe ser chií (confesión mayoritaria en el país), lo cual ha implicado que su designación esté supeditada al beneplácito de Irán. 

En la evolución de estas dinámicas de subordinación se percibe una doble paradoja: el peso que ha adquirido Irán en la política iraquí no puede entenderse sin los excesos estadounidenses, pero Irán no aprendió la lección y se enfrenta ahora a las secuelas de sus propias extralimitaciones. Los iraquís han dicho basta. La reciente dimisión del primer ministro no ha sido suficiente para calmar las aguas: los manifestantes reclaman enmienda a la totalidad del sistema y el fin de injerencias extranjeras. 

Resulta especialmente relevante que hayan sido los chiís -con la aprobación de su líder espiritual, el Gran Ayatolá Ali Sistani- quienes se hayan situado al frente de las protestas, en las que se han presenciado episodios tan chocantes como la quema del consulado iraní en la ciudad sureña de Najaf. Según una encuesta publicada hace unos días, tan solo 1 % de los manifestantes confía en Irán, 7% confía en EE. UU., mientras que 60 % confía en Sistani. Hasta el momento las protestas no se han extendido a las regiones de mayoría sunní (incluyendo las kurdas), por razones fundamentalmente estratégicas. 

Pero no han sido pocos los miembros de estas comunidades que han apoyado, a título individual, el clamor transversal de sus conciudadanos. Así pues, tal vez nos encontremos ante una nueva paradoja: el sistema de reparto de poder que tanta división fomentó en Irak estaría ahora uniendo a los iraquís, aunque en oposición a él. Este interesante giro de los acontecimientos cuestiona los paradigmas culturalistas que han dominado tantos análisis sobre Irak y el resto de la región. 

Las movilizaciones en Irak ponen de relieve que en cualquier sociedad los impulsos transformadores que albergan un mayor potencial surgen siempre de forma endógena. El mejor papel que puede desempeñar Occidente es el de respaldar el talante de este tipo de movimientos populares, pero sin inmiscuirse en exceso. EE. UU., además, debería tomar buena nota de errores pasados y cejar definitivamente en el empeño de suscitar cambios de régimen mediante intervenciones militares o asfixia económica. Ni Irak, ni Irán, ni ningún otro país cambiará para bien como fruto de la coerción. Eso solo sucederá como fruto de un proyecto autóctono e integrador que ilusione de veras al grueso de sus ciudadanos.