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Vox populi...

Vox populi...

Había razones para creer que aquello de “vox populi, vox Dei” ya era cosa del pasado. El demagogo populista disfrazado de ideólogo y lanzando proclamas reivindicadoras, había logrado apoderarse de las mayorías, allí donde estas padecen de incultura cívica. La habilidad de esos líderes para mentir les hizo ganar terreno. Las decisiones populares de antaño, asimiladas a las divinas, fueron suplantadas por la sumisión aborregada al nuevo sabelotodo. La voluntad popular se dio, sin duda, pero manipulada y distorsionada. La educación no prosperó -o no apareció- y cedió sus espacios a la candidez política, al triunfo de los embusteros. Hoy hasta deberíamos prever que en una sopa de letras aparezcan mensajes induciéndonos a cualquier estupidez libertaria, propia de países tercermundistas.

Pero el derecho de los pueblos a la autodeterminación subsiste. El Reino Unido, cuya media cultural responde a profundas tradiciones y experiencias democráticas, ejerció el derecho a pensar libremente: le dijo adiós a la Unión Europea y su decisión debió ser acatada. Y nuestros vecinos colombianos le han dicho NO al acuerdo de paz por conceptuarlo ignominioso, aun a riesgo de reanudar su larga guerra intestina, esta vez urbana, según la “amplísima información” que insólitamente dijo tener Santos para amedrentar al pueblo colombiano. El derecho a la vida, dramatizado por el gobierno vecino, no es lo único a alcanzarse: vivir no consiste solo en sobrevivir. El derecho a la vida, en su humano y real significado, está también ligado indisolublemente al derecho a la justicia, a ser tratado con equidad, sin dobleces ni indignidades. Se ha venido afirmando que una paz mala es preferible a una cruenta victoria, y hay bastante de cierto en ello, pero un pueblo no yerra cuando soberanamente repudia el entreguismo y los privilegios reconocidos a quienes bañaron en sangre a la nación, negándose justicia a sus verdaderas víctimas. Revisando estadísticas, Colombia canjearía más de veinte mil muertos por cada curul parlamentaria obsequiada a las FARC. Y son incontables los millares de toneladas de droga aniquiladora de millones de vidas a pretexto de luchar contra el imperialismo. ¿Cuántas curules adicionales por cuántos millones de narcodólares? Con soberbia increíble, las muertes despiadadas no han generado arrepentimiento alguno en las FARC. Su vandalismo lo creen justificado por la revolución misma y con aportes financieros al exterior, pudieron obtener la calificación de “fuerza beligerante” por algunos gobernantes latinoamericanos comprometidos ideológica o financieramente con ellas. La inmensa fortuna del narcotráfico, a la que ofrecen renunciar según el acuerdo firmado, deja serias dudas, además de sangrientas huellas. Las FARC han sido, en verdad, bendecidas por un acuerdo que privilegió el perdón y la impunidad, faltando por saberse si las lacras del narcotráfico desaparecerán o se mantendrán gracias a la paz lograda, o buscarán nuevos y acogedores escenarios. Tan gigantesco negocio no será abandonado por todos sus miembros y podría buscar un país que coincidentemente esté carente de una solidaria y adecuada ayuda tecnológica internacional, que tenga un deficiente sistema de radares, que esté saturado de chauvinismos soberanos y ridículos, y cuente para colmo con un gobierno hostil con sus Fuerzas Armadas, minando su espíritu de lucha. Ojalá que estos temores resulten equivocados, que nuevos gobiernos abran sus puertas al desarrollo legítimo de sus pueblos y que Colombia y nuestra región alcancen una verdadera paz, basada en el respeto a la dignidad humana.

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