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Solitario modelo de desarrollo chino

La dirigencia china ha olvidado el consejo de Deng Xiaoping: tao guang yang hui (“mantener bajo perfil”). Al declarar una “nueva era” para China, durante el 19º Congreso Nacional celebrado en octubre en Beijing, el presidente Xi Jinping presentó el sistema de gobernanza chino como un modelo digno de que otros países lo imiten: “deberían ver en China una “nueva opción”.

Una posibilidad que al parecer entusiasma a los países en desarrollo, en particular los del sudeste asiático y África subsahariana. La agencia oficial de noticias china, Xinhua, llegó a insinuar que en momentos en que el modelo occidental está sumido en el caos y la confusión, la “democracia de estilo chino” puede ofrecer una salida. Pero ¿en qué consiste, precisamente, el modelo chino de desarrollo económico y político? Los elementos esenciales del modelo chino son: una gobernanza autoritaria que se apoya en la percepción de estabilidad; dirección estatal de la política industrial y las finanzas; inversión masiva en infraestructura; industrialización rural respaldada por la agricultura en pequeña escala; y apertura al comercio internacional y a la tecnología. Es indudable que este modelo trajo a China un veloz crecimiento económico en las últimas tres décadas y sacó a cientos de millones de personas de la pobreza. Pero insinuar que el primer ingrediente (el autoritarismo) es necesario para un desarrollo veloz es un error. En realidad, es la característica del sistema chino en la que más deberían detenerse los otros países. Pensemos en los vecinos de China en el este de Asia, en particular, Japón, Corea del Sur y Taiwán. Todos ellos alcanzaron un alto crecimiento por medio de una política industrial dirigida por el Estado, industrialización rural y apertura comercial. Pero Japón lo consiguió en el marco de la democracia de la posguerra, y Corea del Sur y Taiwán son democracias hace tres décadas. Es decir, el autoritarismo no fue necesario para la modernización.

Es verdad que la democracia es exasperantemente lenta y a menudo contenciosa. Pero sus procesos deliberativos y electorales ayudan a aliviar tensiones, especialmente en sociedades heterogéneas y conflictivas. Incluso en un país más homogéneo como China, la ausencia de un discurso público abierto conduce a lo contrario, como el mal manejo estatal de los conflictos étnicos con tibetanos y uigures. La falta de una sociedad civil fuerte o un sistema judicial independiente que pusiera límites al poder del gobierno llevó muchas veces a la dirigencia china a cometer errores catastróficos (La Revolución Cultural de Mao Zedong).

Xi también se equivocó. Al ordenar a las empresas estatales chinas que intervinieran para sostener al mercado bursátil en 2015 fue un error de cálculo garrafal. En cuanto el flujo de reservas extranjeras del Banco Popular de China a las sobrecargadas empresas estatales se cortó, el mercado volvió a hundirse a los niveles de antes de la intervención. Pero para entonces, se habían dilapidado cifras astronómicas.

La ausencia de controles políticos y mecanismos institucionales de escrutinio público también alentó abusos de poder y altos niveles de corrupción; esto contribuyó a una gran desigualdad, expropiaciones arbitrarias de tierras, condiciones de trabajo inseguras, alarmas alimentarias y contaminación tóxica, entre otros problemas. Ante una crisis, es común que la dirigencia china sobreactúe reprimiendo el disenso y no perder estabilidad.

Mas los gobiernos democráticos, con todos sus problemas, son menos frágiles, porque sus fuentes de legitimidad son el pluralismo y la competencia política, en vez del crecimiento económico acelerado o la incitación al nacionalismo. Los límites judiciales a las arbitrarias restricciones migratorias de Trump en EE. UU. o a los intentos del primer ministro indio Narendra Modi de criminalizar el disenso son ejemplos de cómo la autonomía institucional fortalece la resiliencia de los sistemas políticos democráticos, algo de lo que China carece.