Los papeles de Panama

Sin entrar a juzgar las motivaciones de los ciudadanos cuyos nombres aparecen en los más de once millones de documentos que conformaban el archivo secreto de una empresa especializada en constituir compañías -que en algunos casos se utilizaron para fraude fiscal-, y entre los cuales figuran algunos ecuatorianos, queda claro que, aunque desde hace mucho tiempo se conoce de la existencia de esos denominados paraísos, no se hubiese podido obtener certezas sobre la magnitud de sus operaciones a no ser por el trabajo de un denominado Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, auspiciado por el Centro para la Integridad Pública.

Por una nueva vez, y en magnitudes sorprendentes la presente ocasión, se pone de manifiesto el trascendente rol que la investigación periodística, realizada con profesionalismo y ética, puede y debe seguir jugando si se intenta recuperar valores imperativos para el avance democrático, tales cuales la honestidad y la más severa pulcritud en el manejo de los recursos públicos o la transparencia en el cumplimiento de inexcusables deberes empresariales y ciudadanos.

Aunque el fenómeno de la corrupción y la evasión o elusión, no son prácticas desconocidas ni recientes es, por decir lo menos, llamativo, conocer que “140 políticos de más de 150 países son propietarios de compañías offshore” en 21 de los denominados paraísos fiscales. La lista incluye desde expresidentes y presidentes en activo, asociados con algunos de sus ministros, familiares o funcionarios de confianza, conjuntamente con personajes de la todavía llamada nobleza, empresarios o celebridades de las diversas manifestaciones de la civilización del espectáculo, denominada así por Vargas Llosa, que bien podría ser calificada como la Sociedad de la Corrupción Solapada.

En efecto, la existencia de los paraísos fiscales que permiten defraudar fondos públicos, aunque conocida, es tolerada e incluso respaldada por múltiples gobiernos.

Ahora, con el escándalo generado por la investigación periodística, ojalá que la reacción no sea perseguir con más ahínco a las actividades a que, en el cumplimiento de mandatos incluso constitucionales, está obligado el ejercicio responsable de la libertad de expresión. Los tiempos que se viven hacen necesario plantear esa posibilidad, en nada alejada de prácticas dedicadas a buscar sancionar al mensajero.