PALABRA con mayusculas

¿Qué haríamos sin palabras? Pues ni siquiera podríamos hacernos la pregunta porque, quienes nos dieron la vida, tuvieron que comunicarse, hacerse cosquillas y amarse... y, para todo eso, las palabras son necesarias. No solo lo son las habladas o escritas. Es palabra cualquier signo creado para comunicarnos: por eso “hablan” los mudos y “oyen” los sordos. Cuando combinamos palabras en un sistema reconocido por los interlocutores, tenemos una lengua con la que podemos comunicar razonamientos, descripciones, noticias... y hasta hablamos de Dios.

¡Menudo rollo!, dirá alguno. Pero es que nuestra Iglesia pone hoy en manos de las comunidades un texto evangélico (Jn 1, 1-5.9-14) que tiene por protagonista a la Palabra. Como ven, la escribo con mayúscula. Ese prólogo del evangelio de Juan es una maravilla... a la que tanta teología y cristología de alto nivel académico han puesto lejos del cristiano de a pie. Si a eso añadimos que se traduce el término griego “Logos”, que es el original, por “Verbo”, la cosa se le complica a la señora Rosita que, de los verbos, lo único que recuerda es que eran transitivos o intransitivos, como se decía entonces. (De paso, les recuerdo una canción de Ricardo Arjona titulada “Jesús es verbo y no sustantivo” que les recomiendo, aunque no sea para ponerla a mitad de un sermón).

Lean lo que dice Juan de la Palabra: “Desde el principio existía la Palabra y estaba junto a Dios y era Dios... por medio de la Palabra se hizo todo...En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres...La Palabra alumbra a todo hombre...La Palabra vino al mundo y en el mundo estaba... y el mundo no la conoció. Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a quienes la recibieron les da poder para ser hijos de Dios.... Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y verdad”.

Marean un poco tanta grandeza y tanta cercanía juntas. ¿Quién ha podido “decir” esa palabra que es LA PALABRA? Según Juan es el mismo Dios que “se ha dicho” para que nosotros comprendiéramos algunas cosas que nos harían felices, si es que uno se siente feliz sabiendo que es hijo de Dios. Y resulta que esa Palabra es vida. No dice la vida ni la canta, como las palabras nuestras. Es una vida que se desparrama por la historia hasta llegar al último niño que esté naciendo en estos momentos. Una vida que, por serlo, ilumina todos los espacios a los que llega.

Una Palabra-presencia desde el primer latido de la creación y que debió quedar tan prendada de lo que había salido de las manos de Dios, que decidió hacerse criatura entre estas criaturas que somos usted y yo: pequeñas y oscuras a días, habitantes del campamento de peregrinos hacia la Luz, ligeras de equipaje y de residencia. La Palabra puso su tienda de campaña entre las nuestras. Era una más. Era carne de madre joven e ilusiones infinitas.

La Palabra era Dios hecho comunicación, idioma del amor conjugado en voz divino-humana. Palabra que habló, rió, lloró, comió en el mercado con los trabajadores, acarició niños, rezó en sinagogas. Y murió porque lo mataron las sombras. La Palabra tiene un nombre. A la señora Rosita le calienta el corazón. Se llama Jesús. Buenos días.