
“En la cárcel me llamaban asesina y una comeniños”
María Teresa Rivera es la primera mujer en recibir asilo. En El Salvador se la condenó a 40 años por un aborto espontáneo.
Con cinco años se quedó huérfana de madre; de su padre nunca supo. A esa edad se hizo cargo de su hermano de dos y empezó a trabajar. La difícil infancia de María Teresa Rivera (San Juan Opico, 1982) ya avanzaba que no iba a tener una vida fácil. Su historia está plagada de pesadillas, desde una violación hasta la cárcel tras sufrir un aborto en un país donde las mujeres que interrumpen su embarazo o pierden sus bebés por complicaciones obstétricas son consideradas homicidas. Pero ahora puede soñar. Asilada en Suecia desde 2016, estudia enfermería y planea ser abogada.
“Mi mamá desapareció durante la guerra. Nos fuimos a vivir con mis tías, que nos explotaban. Teníamos que ir a vender verduras al mercado para llevar dinero. Y luego solo nos daban de comer una tortilla con limón para los dos”, comienza su relato. Pese a que tenía que trabajar, Rivera quería seguir en la escuela, por eso iba en el turno de la noche. Un día, camino al colegio, unos vecinos la violaron.
“Mis tías me echaron la culpa a mí: que me había pasado por desobediente. Y jamás dijeron de llamar a la policía”, continúa con entereza.
Un año después de aquel episodio, su madrina se la llevó a la capital, San Salvador, donde vivió en una casa de acogida de la ONG Aldeas Infantiles y continuó su formación hasta que cumplió la mayoría de edad. “Esa fue mi infancia. Así crecí”.
Su etapa adulta tampoco le deparaba muchas alegrías. Tras independizarse, empezó a trabajar y con 22 años comenzó una relación. Se quedó embarazada. “Todo iba bonito al principio, pero después empezó el maltrato psicológico y verbal, los golpes. De todo”.
Aguantó porque no quería que su hijo creciera sin un padre. Hasta que dijo “hasta aquí”.
Dejó a su pareja y se fue a vivir con su bebé de cuatro meses y su suegra, que la animaba a rehacer su vida. La paz le duró seis años.
Trabajaba duro en una maquila y tenían para todo lo necesario. “Pero no sabía que iba a fracasar también en mi nueva relación”, rememora. Lo que pasó después, la llevó a la cárcel con una condena de cuatro décadas.
“Nunca supe que estaba embarazada hasta la madrugada del 24 de noviembre de 2011”. Sintió un retortijón y pensó que algo le había caído mal al estómago.
Me desmayé y desperté en el hospital, esposada. Unos policías y los doctores me decían que era asesina.
Lo siguiente que recuerda es ir al baño sin luz de su humilde casa (“somos gente pobre”, aclara) y ver mucha sangre. “Me desmayé y cuando desperté en el hospital estaba esposada. Y unos policías y los doctores me decían que era una asesina, que había matado a mi hijo”.
Al día siguiente estaba en La Bartolina, la cárcel de detención preventiva. Allí pasó cinco días hasta que se celebró la primera audiencia ante un juez.
“¿Con qué cortaste el cordón umbilical?”, le preguntó el magistrado. “Yo no he cortado nada”, contestó. Su abogada de oficio, dice, no habló con ella en todo el proceso.
Por eso, ella misma pidió que la examinaran para comprobar que no se había tomado ni introducido nada para provocar el aborto que acababa de sufrir.
El juez hizo caso omiso de la petición de Rivera y la acusó de homicidio agravado.
En El Salvador (6,4 millones de habitantes) el aborto es ilegal desde 1998, cuando se endureció el Código Penal.
Hasta entonces estaba permitido en tres supuestos: violación, peligro para la madre o si la vida del feto no era viable.
La ley, una de las más duras del mundo, no distingue además si la interrupción del embarazo es provocada, involuntaria o el bebé muere durante el parto.
Un cambio en la Constitución del país, además, reconoce la vida “desde el momento de la concepción”, por lo que un aborto es considerado un homicidio agravado, con penas que oscilan entre 30 y 50 años.
Para esta mujer de infancia difícil, que soñaba con estudiar, y madre de un niño de seis, la condena fue de 40 años.