Vida. Miembros de las FARC toman un descanso en un campamento guerrillero en las montañas de Colombia.

Ser madre guerrillera

Años de combate a muerte en las montañas de Colombia se desvanecen cuando Rosmira y otras rebeldes de las FARC evocan a los bebés que tuvieron en medio del conflicto, y que dejaron al cuidado de familiares o extraños por una implacable norma de guerra.

Años de combate a muerte en las montañas de Colombia se desvanecen cuando Rosmira y otras rebeldes de las FARC evocan a los bebés que tuvieron en medio del conflicto, y que dejaron al cuidado de familiares o extraños por una implacable norma de guerra.

En la antesala del acuerdo para poner fin a uno de los enfrentamientos internos más antiguos del mundo, que deja una estela de huérfanos y madres desconsoladas, estas mujeres quieren reencontrarse con sus hijos.

Contrario a lo que podría pensarse, no son pocas las combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la guerrilla de unos 7.000 integrantes que está por pactar la paz después de medio siglo de lucha contra el Estado, que decidieron ser madres sin renunciar al fusil.

Sentadas en semicírculo, un grupo de ellas habla con más resignación que orgullo de su decisión de parir en medio de la guerra para después dejar a sus bebés bajo la protección de allegados o campesinos en apartadas zonas de Colombia.

En un campamento rebelde, enclavado en una montaña selvática del noroeste de Colombia, ellas comparten por igual con los hombres las faenas de la guerra. Casi siempre bien maquilladas, mezclan sus relatos de peligro y muerte con episodios maternales de sacrificio.

Rosmira, una guerrillera de 29 años, afirma que meditó mucho para tener a su hijo, porque pensaba que “tocaba botarlo por la condición en la que estábamos”. ‘Botar’ un hijo en la jerga del conflicto puede significar abortar o abandonar.

Pero finalmente, agrega Rosmira, decidió tener a su bebé con un compañero de armas con quien rompió recientemente. “Pedimos el permiso y el secretariado (jefatura máxima) nos lo aceptó y tuve la niña” hace tres años, recuerda.

Desde que las FARC están en tregua unilateral hace siete meses, Rosmira y sus ‘camaradas’ tienen más tiempo para pensar en sus vidas mientras se mueven en las noches entre ríos y bosques del Magdalena Medio, una de las regiones más conflictivas del país.

Cuando se firme la paz, posiblemente en marzo, después de más de tres años de negociaciones en Cuba, quieren reencontrarse con sus hijos sin el temor de morir o ser capturadas. En este tiempo de tregua algunas los han podido ver a su paso por algún caserío. O también hay madres como Lidia Rosa Rojo, de 55 años, que se acercó al campamento para abrazar a su hijo insurgente. “Lo único que espero con los acuerdos de paz es que algún día mi hijo sea libre, que yo lo vea” con frecuencia, señala esta mujer, que perdió a tres hijos guerrilleros.

De labios gruesos bien definidos, Rosmira representa la contracara de la historia de abortos forzosos y violencia sexual que las autoridades colombianas atribuyen a las FARC, con base en testimonios descarnados de desertoras.

Cuando se les pregunta, estas mujeres niegan que hayan sido reclutadas a la fuerza y afirman que están ahí por adhesión a la lucha armada que empezó como un levantamiento campesino en los años 60.

La guerrilla comunista reconoce que no acepta que las combatientes críen a sus hijos en medio de la guerra, y que les permite abortar como un derecho de ‘último recurso’, una práctica penalizada en Colombia en la mayoría de los casos.

Pero Rosmira y varias de sus compañeras optaron por tener a sus bebés, fruto según sus testimonios de relaciones consentidas, y ajustarse a la ley de hierro de la selva: encargarlos a familiares o extraños sin poner en riesgo a la organización.

En sus relatos sobresale la ternura, aun cuando nunca dejen de profesar el duro credo contra el enemigo.

Sin revelar su nombre, Rosmira cuenta que crio a su hija los dos primeros meses en una casa de campesinos y que luego de eso regresó a combatir. Su pequeña (a quien ve esporádicamente) quedó al amparo de los familiares del padre guerrillero. “Yo sentí que se me habían llevado la mitad de mí con entregar a mi hija”, confiesa esta guerrillera, que entró a las FARC a los 11 años. Las autoridades también acusan a los rebeldes de reclutamiento forzoso de menores.

Manuela, de 25 años, ya tenía a su hija Nicole cuando ingresó a la guerrilla. Su pequeña, hoy de ocho años, ha pasado hasta un año sin verla y le ha reclamado por sus largas ausencias. “Uno quiere que sus hijos no lo vean con miedo, con recelo, por ser guerrillero”, dice. Cuando la paz se concrete, Manuela quiere ser odontóloga y tener a su hija cerca.