
La dificil vuelta a la vida
El final de la guerra se baila en las montañas de Colombia a ritmo de ranchera, vallenato y mucha cumbia. El silencio de los fusiles, de las bombas, del terror, ha traído de vuelta a la selva el sonido de Los Rebeldes del Sur, el grupo de música formado por guerrilleros de las FARC. En algún rincón de la región del Putumayo, sobre un escenario de madera, celebraban el primer fin de semana de julio el cese al fuego bilateral y definitivo con un concierto. Durante años, las ondas sonoras hubiesen sido el anzuelo perfecto para un bombardeo del Ejército. Ahora lo son para arrastrar a unos cincuenta guerrilleros a rumbear. Despojados de una vida de plomo, ajenos al abismo de un futuro incierto.
En el último año, la guerrilla más antigua de América Latina, alzada en armas desde 1964, se ha abierto al mundo. Después de casi cuatro años de negociaciones, y a medida que el desenlace final se ve más nítido, las FARC se han vuelto más accesibles, siempre salvaguardando los parámetros de seguridad y siendo muy escuetos en las indicaciones. Apenas un correo electrónico indica con unos días de antelación el punto al que acudir. En este caso, la cita es en Mecaya, un corregimiento en la región del Putumayo a donde se llega después de cuatro horas en lancha desde el municipio más cercano.
Ya en Mecaya a nadie le extraña la presencia de los desconocidos que se instalan en uno de los billares. Dan por hecho que si están ahí es porque tienen la venia de quien controla el lugar. Al cabo de un rato, un hombre entra en el local y sin mediar palabra tiende la mano mientras suelta: “Yo soy el que los va a llevar”. El bote de Tulio, el guerrillero vestido de civil que hace las veces de anfitrión, sube el Caquetá y se adentra por un laberinto imposible de memorizar. Apenas unas casas de campesinos se otean durante la hora de recorrido hasta llegar a un rincón donde esperan dos guerrilleros, ya vestidos de verde oliva y desarmados. Falta una buena caminata por una trocha embarrada hasta llegar al campamento central del Bloque Sur de las FARC, en el área de operaciones del frente 48. Más sencillo: un lugar de la selva colombiana donde no hay otra forma de llegar que de la mano guerrillera. O por un ataque militar desde el aire. No muy lejos de esta zona fue bombardeado, en 2008 en suelo ecuatoriano, el campamento de Raúl Reyes, entonces número 2 de la guerrilla, uno de los mayores golpes de la última década.
Los comandantes Martín Corena y Robledo -todos los nombres responden al alias guerrillero- aguardan a la entrada del campamento. Parapetado por un sombrero de cowboy y enfundado en la camiseta azul de la selección brasileña de fútbol, cubierta solo por el chaleco del que asoma una pistola, Corena, de 63 años y 38 en las FARC, marca el paso hacia el interior del lugar.
-Vivimos más aliviados. Antes, dormíamos aquí una noche y al día siguiente en otro sitio.
Los más de 50 que conviven en este campamento no se han movido de él en los últimos dos meses. Nunca habían permanecido tanto tiempo en un mismo lugar. Si durante años cualquier signo de distinción podría ser percibido desde el aire, ahora las prendas son el primer síntoma de cambio. Los colores llamativos abundan tanto entre ellos y ellas como las camisetas de fútbol: Manchester City, selección alemana, Barcelona y, cómo no, el omnipresente 10 blanco de James.
El comandante pasa el día coordinando lo que será el traslado a las zonas de concentración. Andrea Rojas, 53 años y 32 en la guerrilla, reclama ante sus compañeros más pedagogía, poco después, ya en privado, completa: “Confiamos en los camaradas del secretariado, pero creo que necesitamos más información, que nos expliquen mejor la vaina”.
“Hay guerrilleros que nunca han contestado un celular o han encendido un computador”, asume Ramiro Durán, uno de los mandos del Bloque Sur. Él sí conoce un mundo que el resto, como ocurre en esta Colombia tan desigual, ni imagina. Con un discurso elaborado, transmite la sensación de que el desembarco de las FARC en el día a día de la política tradicional estará liderado por gente como él, hasta ahora anónimos. Se desconoce, sin embargo, cuántos perfiles hay así entre los 8.000 guerrilleros -y otros tantos milicianos- que las autoridades estiman hay en las FARC. “Tenemos que lograr una apertura democrática en Colombia y eso no lo hacemos con dogmatismo ni con sectarismo, que desafortunadamente ha existido en la izquierda”, se lanza cuando se le pregunta por el papel que jugarán las FARC en la política colombiana.
El desafío es ingente. En algunas zonas de Colombia son la única ‘institucionalidad’ que conocen los campesinos, pero el rechazo que generan en los núcleos urbanos es abrumador. Las encuestas apuntan que en torno al 90 % de la población tiene una imagen desfavorable de la guerrilla. La autocrítica no termina tampoco de estar instalada. Los asesinatos, los secuestros, el reclutamiento... Para ellos todo responde a una campaña de criminalización y, en el mejor de los casos, a errores de la guerra de carácter individual.
-Tenemos que darnos a conocer como seres humanos, de nosotros han hecho monstruos, se queja Ramiro Durán.
-¿Y cómo piensan hacerlo?
-Necesitamos innovar, ser creativos, menos esquemáticos, más abiertos a escuchar al otro.