Miguel Uribe
Fotografía de una imagen del senador Miguel Uribe en medio de velas puestas en un altar frente al hospital Fundación Santa Fe de BogotáEFE

Una bala contra la democracia colombiana

Colombia vuelve a coquetear con los fantasmas del crimen político como herramienta de silenciamiento.

El 7 de junio de 2025, el senador Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado con arma de fuego en Bogotá. Un menor de 15 años le disparó en la cabeza y en una pierna mientras se dirigía a sus simpatizantes. El hecho, más allá de su crudeza, marca un quiebre: Colombia vuelve a coquetear con los fantasmas del crimen político como herramienta de silenciamiento.

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Uribe Turbay no es un político más. Es joven (39 años), proviene de una familia con historia —nieto del expresidente Julio César Turbay e hijo de Diana Turbay, periodista asesinada por el Cartel de Medellín—, y tiene trayectoria: fue concejal, secretario de Gobierno de Bogotá y hoy es senador por el Centro Democrático. Desde principios de 2025 había oficializado su intención de disputar la presidencia en 2026, siendo una figura fresca del uribismo con potencial electoral real en momentos en que se empieza a recordar con cierta nostalgia los méritos en seguridad de aquellos años.

Figura incómoda para el oficialismo

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A lo largo de su carrera, Uribe se posicionó como uno de los opositores más sólidos del proyecto de Gustavo Petro. Cuestionó el manejo de la seguridad urbana, denunció el populismo fiscal y criticó programas sociales como “Jóvenes en Paz”, a los que acusó de falta de transparencia y riesgo de infiltración criminal. Su discurso era firme, directo y sin concesiones. Por eso, el atentado no puede leerse como un hecho aislado: era una figura incómoda para el oficialismo.

Lo que sucedió después fue aún más desconcertante. Mientras el país esperaba una respuesta institucional clara, el presidente Petro publicó mensajes crípticos propios de una mente enagenada: “matan al hijo y a la madre”, en alusión a Diana Turbay; y cerró una intervención con la frase en árabe “Salam Aleikum”, como si se tratara de una tragedia con dimensión mística, no de un atentado político contemporáneo, casi como un lavado de manos. Para completar el cuadro, insinuó que el esquema de seguridad del senador había sido reducido “extrañamente”, y señaló —sin pruebas— la existencia de una “nueva junta criminal” tras el atentado, que incluiría a miembros de la Policía.

El desconcierto no se limitó al contenido: también al tono. Petro habló como orador esotérico, no como jefe de Estado. En lugar de emitir una condena institucional tajante, prefirió sembrar ambigüedad. Como si un intento de asesinato pudiera ser interpretado según las emociones del día y una extraña defensa del menor detenido por disparar la bala.

Aún más inaceptable fue el contraste con la realidad. Mientras el senador peleaba por su vida, el Gobierno organizaba un concierto en Bogotá, con música y discursos sobre la vida. La imagen fue grotesca: no hubo duelo nacional, hubo tarima. Colombia parecía un país que, frente a la violencia política, opta por el espectáculo antes que por la solemnidad democrática.

Pero el país reaccionó. Desde distintos sectores, incluidos opositores y exalcaldes como Carlos Fernando Galán, hubo muestras de solidaridad. La Fiscalía abrió una investigación, y los partidos exigieron garantías para las campañas de cara al 2026. El atacante fue imputado por tentativa de homicidio y porte ilegal de arma, y se investiga si actuó solo o bajo órdenes.

La vigilancia, los controles excesivos y otras tácticas policiales invasivas pueden crear un clima de miedo y sospecha.

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En cuanto al senador, su estado es crítico pero estable. La Clínica Fundación Santa Fe confirmó que fue intervenido, y su pronóstico sigue siendo reservado. Su familia pidió oraciones y respeto. No se descarta que, si se recupera, su figura se fortalezca como símbolo de resistencia ante una Colombia que parece volver a caminar sobre cuchillas.

Este atentado recuerda lo que pasó con Luis Carlos Galán: no comenzó con una bala, sino con un clima en el que las amenazas políticas se vuelven paisaje. Si se normaliza que un menor pueda acercarse armado a un senador opositor, disparar en la capital y que las respuestas del Ejecutivo sean místicas, entonces el mensaje es claro: el crimen político dejó de ser simbólico y se volvió operativo.

Lo ocurrido no es un hecho aislado, es un capítulo más en la deriva institucional de la era Petro: un periodo marcado por el debilitamiento de las Fuerzas Armadas, la glorificación de victimarios, la confusión entre política social y apadrinamiento criminal, y la narrativa presidencial que disuelve la responsabilidad en un mar de metáforas.

Petro no disparó, pero lleva meses desarmando las líneas de defensa de la República.

Y en ese contexto, la violencia no sorprende: era inevitable.

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