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El secuestro del debate público

Avatar del Roberto Aguilar

No deberíamos los ciudadanos concederles el poder que se atribuyen

Tan podrida está la cosa que ahora hay que ser abogado para opinar con fundamento sobre los hechos que nos conciernen a todos. Es la fase superior de la descomposición nacional: el secuestro del debate público por parte de los profesionales del Derecho.

Los hay que se presentan con (o se esconden tras) una retahíla de títulos académicos de alto coturno, posgrados cuyo coleccionismo es pasión millennial comprobada y que confieren a sus portadores el derecho de tratar al común de los mortales como una cuerda de imbéciles ignorantes que mejor harían en callarse.

Todo empieza con la apropiación indebida del lenguaje. Alguna vez el autor de esta columna escribió un tuit sobre los funcionarios correístas que participaron en monumentales estafas y luego, simplemente, se preocuparon por obtener un escaño en la Asamblea para mantenerse a salvo bajo el velo de la inmunidad parlamentaria. Respondió Marcela Aguiñaga (acaso sintiéndose aludida) con el diccionario jurídico en la mano: cuando quiera nos juntamos para darle a usted lecciones, decía poco más o menos, de lo que las palabras “inmunidad parlamentaria” significan en Derecho. Como si no fueran palabras comunes de acepción evidente; como si una vez citadas en un código, tuviéramos los profanos en ciencias jurídicas que pedir permiso a los abogados para usarlas. Vaya atrevimiento.

Si llegamos a tener alcaldes con grillete y asambleístas que son ladrones públicos y no hay forma de echarlos, es porque hemos permitido que sean los abogados los que nos digan cómo son las cosas. Cuando eso ocurre, el Derecho se convierte, con harta frecuencia, en la tarea de encontrar salidas jurídicas disparatadas a la medida del cliente. Un país que necesita un artículo de ley que prohíba específicamente a los asambleístas robarse el sueldo de sus asistentes, porque mientras no exista tal artículo no hay manera de librarse de ellos, es un país dado al diablo.

Lo último es el caso de Ricardo Rivera, el tío corrupto del corrupto Jorge Glas, ahora en prelibertad sin haber cancelado un centavo de la reparación que le impusieron los jueces. Todas las razones jurídicas le asisten: ha cumplido los requisitos necesarios y en el país no hay prisión por deudas (lo cual está muy bien). Con lo cual enriquecerse a costa de la confianza pública termina siendo un gran negocio. Hay quienes pasan cuatro meses del año encerrados en un buque pesquero en el mar Ártico para disponer de los ocho restantes sin trabajar. Los Rivera del Ecuador pasan 4 años en la cárcel a cambio de 16 millones de dólares para holgar el resto de sus vidas.

Es desalentador el espectáculo que ofrecen los abogados que lo justifican, incluso reconociendo que sí, que Rivera es mil veces culpable: es culpable pero no hay nada que hacer, vienen a decirnos. ¿Puede concebirse mayor reconocimiento del fracaso del Derecho? Es como si la ley no tuviera nada que ver con la justicia. Con el argumento de “así dicen los códigos” y una buena dosis de superioridad intelectual indigerible, pretenden escamotearnos el debate público sobre lo que verdaderamente importa. No deberíamos los ciudadanos concederles el poder que se atribuyen.