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El oro no es tuyo

Más bien ese camino al que vertimos todo el interés que tenemos, está sembrado con las cruces de fracaso y del olvido

Ya lo dije alguna vez en esta columna. A nosotros casi nada nos une tanto como el deporte. En esos menesteres sí somos todos ecuatorianos, en aquello sí descartamos nuestras diferencias con las que en otros asuntos nos destruimos.

Richard Carapaz acaba de ganar la medalla de oro en las olimpiadas de Tokio, y no tardó en poner sobre la mesa, con más contundencia, lo que había dicho ya después de ganar el Giro de Italia hace un par de años. Afirmó haber sido un deportista que ha salido casi sin el apoyo del país... “el país nunca creyó en mí y la verdad es que (...) esto me pertenece a mí y a todos los que me apoyaron en su momento. Insistió en que el Ecuador (ese que celebra la medalla como propia) nunca creyó en él y que llegando a Tokio tuvieron que buscar ayuda logística en otra parte, porque habían llegado solos y no tenían gente que les diera masajes.

La otra cara de la medalla (sin buscar la analogía obvia) presentaba un Ecuador que celebraba lleno de regocijo el oro en redes sociales, aplaudiendo y comentando a rabiar semejante triunfo, pero fundamentalmente ignorante en lo que hay detrás del sacrificio personal (y en esto no me refiero al sacrificio deportivo) que tienen que hacer los atletas ecuatorianos para ser vistos o tomados en cuenta. Cuando -a ese nivel- triunfamos, tenemos (allí sí, todos) la capacidad de reconocer los logros de un atleta, pero la bulla se acalla hasta la siguiente vez que alguien logre una hazaña.

¿Se acuerdan de los zapatos de Glenda Morejón, quien ganó oro también en el mundial del 2017 en los 5 k de marcha?

Obviamente no faltaron los comentarios -cargados de ignorancia, que algo de indulgencia merecen igual precisamente por ello- de que la actitud de Carapaz era antipatriótica... pero ¿de qué patriotismo hablamos, si tiene que entrenar en Colombia?

Yo, ese sentimiento de frustración y de abandono -guardando todas las distancias abismales del caso- lo conozco bien. No tengo ningún logro deportivo que le interese a nadie, pero los que me conocen, saben que soy corredor desde hace más de 20 años y he vivido corriendo en las calles de la ciudad, esquivando autos y respirando CO2. Pero allí he seguido (alguna vez, mientras corría, me golpeó un auto que no respetó una luz roja). Los que me conocen mejor, saben que mis tiempos de maratón no eran tan malos. Y ya el que me conoce más, y tiene ya más detalles, pudiera incluso cuestionarme el no haber llegado jamás a la meta de alguna de mis maratones o ultramaratones arropado con una bandera ecuatoriana.

Respeto con categórica furia al que se envuelve con la bandera para cruzar una meta, o al alcanzar un logro. Lo aplaudo. Pero es una decisión personal, y ese no soy yo. Este país no ha hecho (casi) nada por mi deporte, y creo que, en buena medida, mis colegas ciclistas pueden decir lo mismo en lo que a ellos atañe, así que -para bien o para mal- mientras las cosas no cambien, mis logros deportivos (aunque sean tan silenciosos como cruzar la meta de una carrera de 160 k) son solamente míos.

Somos lo que somos, y en este país lo único que importa es el fútbol. A pesar de que las verdaderas glorias deportivas de Ecuador jamás han llegado -ni de lejos- por ese lado. Más bien ese camino al que vertimos todo el interés que tenemos, está sembrado con las cruces de fracaso y del olvido.