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¿Por qué fracasará la COP26?

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El resultado es un problema de acción colectiva. Gobernantes y ciudadanos concluyen que la estrategia de corto plazo más racional es defender la causa de la boca para afuera y esperar que otros solucionen la crisis

La Conferencia de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP26) en Glasgow podría concluir con un gran acuerdo internacional. Pero es probable que sus resultados signifiquen un retroceso estratégico para la humanidad, al menos si se comparan con las expectativas de los activistas del clima. Si bien un creciente número de países han definido objetivos netos cero, muy pocos tienen planes creíbles para cumplirlos. Incluso si alcanzaran los objetivos actuales, no bastaría para lograr el objetivo principal del acuerdo climático de París 2015: limitar el calentamiento global a un 1,5 ºC por encima de los niveles preindustriales. El último informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático advierte que es probable que el planeta alcance el límite de 1,5 ºC a principios de la década de 2030. En tanto los compromisos multilaterales estén definidos por el nacionalismo, la competencia entre potencias y las emociones, en lugar de la solidaridad, el derecho y la ciencia, nuestro futuro será cada vez más sombrío. No pretendo aminorar la importancia de las prohibiciones al carbón, la financiación verde y la fijación de precios del carbono, pero eso no significa que podamos pasar por alto las muy serias consecuencias para las economías en desarrollo. En lugar de eso debemos crear un nuevo gran pacto que se centre en apoyar la adaptación en el mundo en desarrollo, asegurarnos de que todo acuerdo multilateral para enfrentar el cambio climático se rija por el derecho internacional, en lugar de depender de la voluntad de países individuales. Y la toma de decisiones debería guiarse por verdades científicas, no eslóganes políticos. El Protocolo de Kioto, 1997, antecesor del acuerdo climático de París, iba en línea con este enfoque: fue un tratado multilateral con objetivos internacionales legalmente vinculantes determinados por los mejores científicos del planeta; tuvo muchos fallos y no llegó lejos. El acuerdo de París adoptó un rumbo muy diferente pero implicaba una debilidad importante: se basaba en compromisos no vinculantes. Los países pudieron seguir las políticas energéticas que ya habían decidido, mientras fingían que colaboraban para abordar juntos el cambio climático. Las COP han hecho importantes contribuciones a la lucha climática, sin embargo, el exhibicionismo y la competencia política entre potencias han obstaculizado los avances reales. Y a menudo el circo mediático y de la sociedad civil que las rodea con intención de obligar a la transparencia y rendición de cuentas, ha entorpecido la habilidad de los negociadores de llegar a resultados concretos: no han podido producir un modelo de gobernanza global o forjar un mínimo sentido de destino común entre países. Hay pocas razones para creer que esta vez sea diferente. El problema se extiende más allá. La globalización económica ha generado una creciente concentración de la riqueza. Así pueden volverse menos atractivos los esfuerzos por promover intereses comunes, pues producen recompensas asimétricas. Si añadimos la sicología de la envidia en redes sociales, es más difícil alejar a las personas de su lugar de privilegio relativo para buscar el bien común. Estas tendencias han socavado la fe en el poder de gobierno y alimentado el pesimismo sobre la posibilidad de llegar a cualquier solución. El resultado es un problema de acción colectiva. Gobernantes y ciudadanos concluyen que la estrategia de corto plazo más racional es defender la causa de la boca para afuera y esperar que otros solucionen la crisis. Mientras, el planeta se quema.