Personaje. El escritor italiano de mayor venta y filósofo Umberto Eco, en una visita a Madrid, en 2010.

Umberto Eco: lucidez, sudor, ideas y whisky

Umberto Eco era una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que explicaba su podredumbre.

Pasó así con su último libro, Número cero, una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en tiempos de Internet. Él no escribía para entretener, sino para entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los lugares comunes, que fueron su bestia negra.

La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I Quattro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien ordenados.

Estábamos sentados ante una mesa para seis, pero solo éramos tres; las manos de Eco, sin embargo, sus ojos atentos y vitales, lo dominaban todo; necesitaba, como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su frente espaciosa.

En ese momento, hace algunos años, hablábamos de Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un continente que se estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a abrir, y había inventado una fórmula para seguir bebiendo whisky: probablemente el médico le había aconsejado que tomara menos whisky, o que solo tomara whisky si quería tomar alcohol. Y esa receta fue suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo, como si estuviera acompañando los espaguetis con una medicina.

Eso fue hace unos años. Esta vez, el último invierno de 2015, ya Umberto Eco bebía menos, reía menos, estaba su mido en el ensimismamiento de los que quizá piensan en una obra nueva, o en alguna melancolía no resuelta.

Esta vez también fuimos a I Quattro Mori. No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si las luces de la semiótica y otras luces con las que miraba la vida le llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba complejos o intrincados. De vez en cuando apuntaba, corregía, señalaba... Y luego callaba otra vez, pendiente de todo, pero lejos de todo.

Umberto Eco es, desde Apocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la universidad, hasta este Número Cero, un filósofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo y rabiosamente eficaz al momento de destruir los lugares comunes de la mala inteligencia.

Eco es una luz que llevaba nuestra mirada adonde quisiera. Cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular insólita que alcanzó El nombre de la rosa, decidió irse a descansar al lago de Como, rodeado de silencio y gimnastas; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado y su vida intelectual dedicada a la destrucción sistemática (y semiótica) de los lugares comunes.