Santiago bajo sitio
Diecinueve muertos, innumerables heridos, media docena de estaciones de metro atacadas con bombas incendiarias, cientos de supermercados destrozados y saqueados. La sede central de la compañía distribuidora de electricidad más importante del país afectada por un incendio. Una ciudad de casi siete millones de habitantes paralizada. Tras declarado el estado de emergencia, soldados patrullan las calles y hacen cumplir un toque de queda. ¿Cómo pudo llegar a esto Santiago de Chile, la ciudad más rica del país considerado el más próspero y respetuoso de la ley de América Latina? ¿Qué nos enseñan los eventos recientes sobre el descontento de la ciudadanía y del potencial de violencia en las sociedades modernas? La explicación más común es que el alza en las tarifas del metro hizo que explotara la indignación pública causada por el aumento de precios y por la extrema desigualdad. Para comprender las causas de un fenómeno social uno siempre debe preguntar: ¿por qué aquí?, ¿por qué ahora? Ni la inflación ni el aumento de la desigualdad de ingresos ofrecen una respuesta satisfactoria. Chile no es un caso aislado. Se han producido episodios semejantes en lugares tan dispares como Gran Bretaña, Brasil, Francia, Hong-Kong y Ecuador. Sea cual haya sido el gatillo inmediato local, la amplitud, intensidad y violencia de las protestas que siguieron parecen estar fuera de proporción con la causa inicial. La colusión y la fijación de precios no comenzaron ayer en Chile. Pero hasta hace una década, las sanciones contempladas en la ley eran insuficientes y la entidad a cargo tenía pocas facultades y escasos recursos para investigar. Cuando cambió la ley, empezaron a surgir escándalos cada pocos meses, lo que aumentó la conciencia e indignación de la ciudadanía respecto a las conductas monopólicas. Hoy la fijación de precios es un delito con pena de cárcel, y parece plausible que dicha conducta esté disminuyendo. Pero puede que estos mismos avances hayan contribuido a plantar las semillas de la ira pública. El mercado laboral también es fuente de injusticias. La tasa de desempleo en Chile ronda el 7% y las remuneraciones han estado subiendo bastante por encima de la inflación. Casi un tercio de la fuerza laboral trabaja por cuenta propia o en servicios domésticos, en muchos casos sin contrato formal ni beneficios. Entre quienes tienen empleo formal, la mayoría trabaja con contratos de muy corta duración. Las tasas de empleo para mujeres y jóvenes están entre las más bajas de la OCDE. La discriminación abunda. Cientos de miles de jefas de hogar no tienen trabajo y millones de personas que hoy sí lo tienen no pueden estar seguras de que mañana contarán con un ingreso. Lo ínfimo de las pensiones también contribuye a la sensación de fragilidad de la población. Y si bien la desigualdad de ingresos no ha empeorado, es muy posible que otras desigualdades se hayan hecho más patentes. La ira contra las élites abunda en Chile y el desprecio hacia la clase política es especialmente pronunciado. La falta de confianza en los políticos debilita las esperanzas de la gente en el futuro. Y la reciente desaceleración económica de Chile -en contraste con las promesas de crecimiento hechas por Piñera- ha exacerbado el problema. Quizás fueron estas esperanzas truncadas las que hicieron hervir las muchas tensiones y contradicciones subyacentes en Chile. En esta coyuntura el país tiene una oportunidad única para reescribir el contrato social y enfrentar de manera decisiva las fuentes de ira ciudadana. Los sondeos ya muestran avances para populistas de extrema derecha y de extrema izquierda. Si la tendencia continúa, es posible que la agitación que sacude al país diste mucho de estar superada.