Los usuarios reciben terapia de grupo y sesiones individuales. Estas se enfocan en resolución de conflictos emocionales y construcción de la autoestima.

Un refugio de ocho horas para olvidar la vida en la calle

RESA es un proyecto de Cáritas de la Arquidiócesis de Guayaquil. Desde su inicio, en septiembre de 2017 han reintegrado a nueve usuarios. Las donaciones se pueden hacer en el lugar y a través de su página web.

En medio del caos del Mercado de las Cuatro Manzanas, con su estruendoso retumbar salsero y su olor a madera laqueada, la parroquia Santo Sacramento se levanta imponente; un oasis en medio de la tierra yerma y peligrosa que lo rodea. La paranoia en esta zona es habitual, exacerbada por los propietarios de los negocios que repiten incesantes: “Cuídese, que por aquí asaltan”.

Pero en el Refugio Espíritu Santo (RESA), los que encuentran abrigo son justo a quienes otros temen.

La iniciativa, primera de su tipo en la ciudad, nació hace un año y su fin era dar a las personas sin hogar un sitio donde ducharse, comer y recordar quiénes eran antes de que sus vidas se salieran del camino establecido.

El sitio funciona solo entre semana y de 09:00 a 17:00, pero ofrece a sus 22 usuarios algo semejante a un hogar.

Así lo explica Ney Galecio, coordinador del refugio. “Nuestro objetivo es lograr la reinserción social de aquellos que el papa Francisco llama ‘los descartables’ de la sociedad. Les damos dos comidas y un refrigerio, baterías sanitarias para su limpieza y atención psicológica y médica. Queremos que lidien con sus conflictos, y puedan rearmar su proyecto de vida”.

Pero la labor no ha sido sencilla. Además de ser un proyecto sin precedentes, deben vencer la resistencia de quienes pretenden ayudar.

“Para aceptar ayuda necesitas admitir que estás en crisis, sino te opones a la idea de cambiar. Es una dificultad que no preveíamos”, confesó.

‘José’ tiene 37 años, pero aparenta más. Tiene una cara áspera, llena de surcos. Es delgado, tanto que los huesos de su clavícula se distinguen.

Apoyado en la entrada del refugio, se mira las uñas mientras conversa. Creció sin madre, sin escuela y con un abuelo que creía que la letra con sangre entra. Trabajó de todo y mientras lo hacía, descubrió la base de cocaína. Por ella atravesó el infierno.

Acepta que llegar al refugio fue un reto, que fue a regañadientes. “Nadie sueña con vivir en la calle, pero te acostumbras. Te acostumbras tanto que ya no ves la vida en otro lado”.

Ahora, cinco meses después de poner un pie en aquel lugar, ya no piensa en las drogas. O quizá sí, pero ahuyenta a los fantasmas estableciendo un mapa de los sitios donde buscará reciclaje en unas horas. Piensa en que, algún día, el dinero que gana le permitirá ponerse un negocio, o ver a su niña, una pequeña de quien no guarda fotos, pero sí recuerdos.

Galecio, en cambio, se enfoca en cómo generar ingresos para el refugio, que subsiste a base de las donaciones de las empresas que los apadrinan y de los voluntarios que donan su tiempo.

Sus sueños no son grandilocuentes. Quiere, explica, que el refugio enseñe a sus usuarios habilidades para sobrevivir cuando estén listos para hacerlo. Quiere también contar con suficientes fondos para dar atención las 24 horas del día. Pero eso será a largo plazo. Por ahora quiere, al menos, llenar los 60 espacios para los que actualmente tienen capacidad, pero no recursos.

“Queremos que la gente nos visite y vea el trabajo que hacemos. Atendemos personas con identidad, con historia. Sus donaciones van a eso, a ayudar a que otros rehagan sus vidas”.