Un pueblo al que le quedan 10 familias

Un pueblo al que le quedan 10 familias

Es un lunes de cualquier semana. Dos perros deambulan por la calle principal -que por cierto es la única-.

Es un lunes de cualquier semana. Dos perros deambulan por la calle principal -que por cierto es la única-. Dos o tres personas callejean por el pueblo. No hay nadie más a eso de las siete de la noche. El miércoles, el panorama es similar, igual que el jueves o el viernes. En La Ciénega, un recinto de la parroquia Chanduy (Santa Elena), los habitantes habituales se cuentan con los dedos de las manos, aunque se conoce que el total de pobladores es de 1.500 personas. ¿Dónde están? Es a partir de las primeras horas del sábado que recién puede aclararse esa inquietud.

Entre sábado y domingo el pueblo suele llenarse de carros -taxis, automóviles particulares y camionetas-. Sus conductores están repartidos en las 73 casas que conforman el poblado. La mayoría emprendió esa mañana el viaje desde Guayaquil para reeditar algo que sucede cada fin de semana: la casi religiosa visita al pueblo donde nacieron y donde también tienen un hogar.

Julio Lucín es uno de ellos. Es sastre y habitualmente reside en el sector de Las Malvinas. Ahí tiene su sastrería.

- Soy de La Ciénega, pero desde 1971 vivo en Guayaquil. No sé si soy de aquí o de allá. Creo que de ambos lados.

- Yo soy taxista. Me ocurre algo igual. Quien lo dice es Enrique Avelino. Su carro, una chevi del año, estaciona al pie de la casa de sus padres, que también es la suya cuando está en el pueblo.

Ambos conforman esa colonia de personas a quienes por lo común se los menciona como los ausentes cuando se habla de ellos. Son palpables, visibles, de sábado a domingo. Son dos días en los que alcanzan el estatus de habitantes de La Ciénega. Luego de eso, el lugar de residencia es Guayaquil, así aparecen en el registro del censo de población.

Allá (en la gran ciudad), dicen los habitantes del pueblo, les nacieron sus hijos, a los que envían a clases en los planteles locales. Cuando estos jóvenes llegan al pueblo, se sienten como foráneos. La Ciénega es para ellos solo la tierra de sus padres.

A este pueblo se arriba a lo largo de 12 kilómetros de una vía lastrada y angosta que parte de la vía a la costa, a la altura de Progreso, la parroquia rural de Guayaquil. La bordea una frondosa vegetación salpicada de enormes ceibos y añosos algarrobos. El mayor avance colectivo logrado en casi 30 años de lucha ha sido el tendido eléctrico. No hay escuelas, ni agua potable, menos el servicio de alcantarillado.

La demanda de salud se la resuelve con el dispensario de Progreso o con los hospitales de Santa Elena o Guayaquil. Ambos a igual tiempo de distancia: una hora.

Hasta finales de la década de los años 60, La Ciénega era un pueblo pequeño, pero en ascenso. Había cabezas de ganado y la tierra era productiva. Pero llegó la sequía y los jóvenes se cruzaban de brazos ante la falta de trabajo. Desde entonces, las 1.500 hectáreas en manos de los habitantes de esta comuna no sirven para nada durante el verano, mientras que en el invierno cualquier cosecha dependerá de qué tan buena sean las lluvias.

Los jóvenes de La Ciénega se cansaron de esperar que el clima cambiara. Viajaron a Guayaquil. Fue el inicio del éxodo. Un momento de sus historias que se hace evidente en ciertas cosas: el pueblo tiene iluminación pública en la vía principal, pero se la apaga de lunes a viernes. Para qué encenderlas si casi nadie transita su calle.

Como una burla del destino, el lugar en el que hay más personas -muertas- es el cementerio: se calcula que ahí el número de sepulturas llega a 500.

Guayaquil, el lugar en el que gran parte de estas personas residen -hay quienes también se trasladaron a Santa Elena, Playas y Salinas-, está tan presente en sus vidas que en estos días están preocupados en la construcción de una iglesia. Para esto, han fotografiado la capilla ubicada en la cima del cerro Santa Ana, al pie del farol, para tomarla como el modelo.

Así, pronto tendrán un lugar de Guayaquil en ese sitio en el que también se sienten sus habitantes. Aunque para quienes siguen en el pueblo, solo sean los ausentes.

Los ‘finados’, una cita a la que nadie falta

No es fácil encontrar a todos los vecinos de La Ciénega en su pueblo. Los fines de semana llegan, pero no todos. Debe ser una fecha significativa para que coincidan ahí. Uno de esos días fue precisamente el Día de los Muertos. En esta población, como sucede con otras comunidades de la península de Santa Elena, no existe una tradición en particular relacionada con los muertos.

Sin embargo, el nexo que mantienen con sus antecesores es tan fuerte que sea donde sea que habiten, realizan el viaje solo para estar junto a las tumbas por unas cuantas horas.

Llevan flores para adornarlas y limpian los matorrales que las rodean.

Por lo común, entre las tres de la tarde y las seis, antes del crepúsculo, el camposanto, ubicado en lo alto de una colina, se llena de vivos.

Las personas se quedan hasta que se cumpla la misa de rigor, luego de eso, todos bajan hacia sus casas para prepararse para algo que es parte del ritual, puede que igual de importante como lo es la misa: el baile en la cancha múltiple.

Para esto, si no hay para contratar una banda de músicos, llevan desde Guayaquil un disc-jockey, con altoparlantes y luces. El baile dura hasta pasada la medianoche. Ellos dicen que es la manera en la que se reitera el amor por sus muertos. “No con lamentos ni llantos, sino con mucha alegría”, dice Policarpio Quimí Avelino, el dueño del bar del pueblo. Un lugar que se llena solo los fines de semana, cuando el pueblo recobra algo de su vida.que nadie falta