Estudio. En la sala de conciertos hay dos pianos; el derecho era el favorito de Celia.

Un oasis de cultura en la zona rosa

Se llama Villa Celia, en Quito, y guarda los secretos de la pianista Celia Zaldumbide. Tras 5 años de su muerte, este Diario escudriña en aquel ‘baúl’.

Verano de 2014. Amanece Quito con el cielo despejado y el trino de las aves. Celia Zaldumbide Rosales -cabello blanco y 87 años- despierta en su habitación, a las 08:00, junto a sus tres gatos. Baja las escaleras y va directo al salón de conciertos. Se acomoda frente a su piano favorito, un Steinway, y enseguida danzan sus dedos sobre las teclas. ¡Magia! Suena una melodía. Quizás de Chopin. Quizás de Bethoveen. Al terminar saluda a sus diez perros y camina a la cocina. El menú -su menú- se debe cumplir a rajatabla. Ella lo supervisa, aunque no haya invitados. Cae la noche... y de vuelta a la cama. Fue así su último día en su casa, junto a su piano y entre sus partituras, contado ahora por su cuidador Julio Calderón.

A la mañana siguiente fue llevada a un hospital. Treinta días después, el 3 de agosto, murió allí a causa de un cáncer de útero... entonces, su casa se convirtió en una villa y después la sede de la Fundación Zaldumbide Rosales. Cinco años más tarde, Diario EXPRESO va detrás de los secretos y las obras que Celia, hija del literato y diplomático Gonzalo Zaldumbide y de la pianista guayaquileña Isabel Rosales, dejó en aquella residencia, en el sector de La Mariscal, centro-norte de Quito: desde un libro de la misión geodésica francesa en Ecuador hasta un piano mudo, con estuche de madera, que llevaba en cada viaje.

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Conocida hoy como Villa Celia, la estructura de unos 600 metros cuadrados se levanta en la avenida 6 de Diciembre. El sonido de los carros apenas se escucha. El ruido no traspasa el jardín, con árboles de cholan y moye, que rodea la casa, ni las gruesas paredes con las que fue construida. Un “oasis de cultura” en la zona rosa. Una casa de tesoros entre bares, cantinas y edificios comerciales... En una oficina, con madera vista y techo alto, nos recibe María Cárdenas Ribadeneira, directora ejecutiva del lugar.

Construida en 1920 (véase su historia en el recuadro), la casa se ha convertido en un bien patrimonial. Cuadros, esculturas, pianos... hay de todo. Pero entre todas esas reliquias, por cierto bien conservadas, hay algunas que destacan. No por su valor económico, sino sentimental. La directora guía al equipo periodístico hacia la biblioteca. Advierte, eso sí, que no hay cómo hacer fotografías de piezas específicas. “Por seguridad”. Entonces, en una amplia sala cientos de libros reposan en estanterías de madera. Hay una que llama la atención. Y está bajo llave. Dentro, se encuentra la I edición en francés de ‘Voyage et Equateur’ de la Condamine. La misión geodésica francesa (alrededor de 1700). Forrado con piel, el libro se esconde entre muchos otros tomos tan antiguos como él.

A un lado está el sillón, cubierto de pana, en el que Zaldumbide tomaba su siesta; portarretratos firmados y enviados a Isabel de grandes compositores musicales, como Saint-Sáenz. Continúa la visita: en la sala de conciertos un piano, que no el favorito de Celia, deslumbra. Es un Bechstein. Dice María que en el mercado, uno nuevo, cuesta unos 100.000 dólares. [imagine el antiguo]. Debajo de este hay una gran alfombra, cuya proveniencia árabe la cautivó. Tanto que para que entrara en el salón, hizo que picaran las paredes en su parte inferior.

En la casa hay cinco cuadros del mismo autor de las obras que se exhiben en las columnas de la iglesia La Compañía; en una pequeña sala, en donde aparece el retrato de ‘Las musas de Guayaquil’, como llamaban a Celia y sus dos hermanas, Thalíe y Leonor, destacan unas partituras de Chopin con anotaciones de Celia. Son solo una especie de facsímiles, porque las originales, asegura María, están en una caja fuerte. “Hay toneladas”, confiesa.

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Figuras de caballos, perros y gatos, muebles y cuadros antiguos, un piano mudo que llevaba la artista en sus viajes para practicar... y más. Cada esquina en Villa Celia, una fundación que educa a músicos y sin fines de lucro, tiene una obra invaluable, un recuerdo imborrable, una historia. Permanece viva esa esencia de Celia, una “mezcla de semimadre y extremadamente exigente”. Un legado musical y humano. Un tesoro.

Celia y sus dos hermanas, las musas

María Cárdenas, la directora de la Villa Celia, dice que la casa fue edificada en 1920 como una villa de verano para la familia Dillon Valdez. Una década después la compró Zaldumbide, quien se casó con Isabel Rosales, la primera mujer pianista graduada en el Conservatorio Nacional de París. Ambos tuvieron cinco hijos, tres mujeres y dos varones. Los hombres se ocuparon de los negocios; las damas fueron educadas en arte: Thalíe, baletista; Leonor, pintora; y Celia, pianista. Las musas de Guayaquil, así las conocían.

Pero en esta historia la protagonista es Celia. Nacida en París, la mujer no se casó y nunca tuvo hijos. El amor de su vida siempre fue la música. Y se dedicó a formar, en la villa que hoy lleva su nombre, a músicos ecuatorianos, pianistas como Andrés Torres, Juan Pablo Gavilánez... En 2001, la casa fue nombrada como un bien patrimonial de la ciudad, por su estilo republicano, aunque no saben quién la construyó.

Hay arte colonial, europeo. Toda la villa está llena de obras, cuadros, esculturas. Cuando Zaldumbide e Isabel tenían misiones diplomáticas, los compraban.

Muchos de los cuadros, dice María, fueron adquiridos en almacenes de París. Celia, con un espíritu netamente coleccionista, iba almacenando todo lo que sus padres traían. “Era una mecenas del arte”, suelta María.

Junto a ella, Julio Calderón, quien fue su empleado en los últimos años de vida de la pianista, recuerda, en un recorrido, su carácter y exigencia. Lo que a ella le gustaba y lo que no.