De negocios corruptos y subsidios

Los negocios estatales están diseñados para la corrupción. Las coimas, los sobreprecios, las comisiones, y el lavado de activos son las marcas de transacciones que se amparan bajo supuestos y leyes que legalizan el robo.

Todo gobierno deriva su autoridad de un “pacto social (que en las democracias se lo ejerce a través de los procesos electorales, y mediante los mecanismos de salvaguarda de control y equilibrio entre los poderes constituidos). La función intrínseca del Estado no es la de producir valor agregado y los recursos que obtiene provienen de los impuestos, de las transferencias y créditos, y de los ingresos originados en la venta de bienes y servicios que la ley y la costumbre le han delegado.

Los fondos públicos no son de ningún gobierno. Estos funcionan como fiduciarios de la fe pública y están obligados a hacer transacciones transparentes y a rendir cuentas a los verdaderos dueños de los fondos administrados. No existe justificativo legal, menos aún ético, para sostener que, por tratarse de transacciones de gobiernos, pueden existir monopolios, derechos de “primer rechazo”, o exoneraciones que amparan actos de corrupción.

Si se trata, por ejemplo, de la contratación de seguros, la erección de un monopolio estatal es ilegítima y violatoria de las mejores prácticas de negocios limpios. El encadenamiento de los seguros, reaseguros, y pagos de pólizas dentro de roscas de autogestión puede originarse en leyes, pero se trata de leyes “chuecas”, propuestas por ejecutivos deshonestos, aprobadas por legislaturas políticamente subordinadas, que configuran instancias de conspiración y enriquecimiento ilícito.

El abuso del poder para pretender amedrentar a la competencia a través de auditorías tributarias, hostigamientos corporativos, y la extracción de información privilegiada de la competencia son prácticas predatorias que no pueden darse en regímenes que pregonan apego a la democracia y a la libertad de emprender.

Otro ejemplo, el cual elaboraré en detalle próximamente, es la contratación de la compra de combustibles, el mayor negocio de importación en el cual el Estado y sus sucesivos gobiernos han malgastado una tercera parte de todos los ingresos petroleros del país. Basta decir que la empresa que suministra tales derivados tiene un récord envidiable de fracasos. Ha perdido $10.000 millones en patrimonio, ha sido acusada de fraude contable, su clasificación de crédito es considerada “basura” y no ha podido pagar los intereses o capitales en los bonos por ella emitidos.

Debemos preguntarnos, ¿qué autoridades presiden sobre este negocio que se lo denomina, eufemísticamente, “subsidio” pretendiendo endosar la culpa de este bodrio a los consumidores de “alta gama”? ¿Quiénes, sino corruptos, contratan la provisión de derivados por miles de millones de dólares con un vendedor cuyo respaldo patrimonial no alcanza los ciento cincuenta millones de dólares?

El manejo gubernamental de los negocios es un verdadero asco. Se demanda un cambio total en los esquemas, y que los responsables respondan ante una justicia que represente cabalmente los intereses de la nación.