Mentiras jocosas, verdades amargas

Siempre habrá mentiras y engaños porque están adheridos a la naturaleza humana, única especie animal que, sin embargo, cuenta con la aptitud de distinguir el bien del mal. No resulta extraño, entonces, que un niño pretenda engañar a otro por un simple caramelo o que un vendedor ambulante engatuse a su ocasional cliente deslizándole una fruta podrida. La verdad y la mentira, la honestidad y el engaño, viven un conflicto permanente al interior de la humanidad, del que se han encargado figuras relevantes de la filosofía, de las iglesias y de la política, aunque dentro de esta última disciplina haya más protagonistas que críticos.

Los últimos años de nuestra república hemos vivido sin interrupción una democracia ficticia. Las falsas promesas, la insolencia populista, la procacidad revolucionaria y la manoseada soberanía encubriendo ansias egoístas de poder, fueron los hilos conductores a un envilecimiento del pueblo y al desvergonzado aprovechamiento de nuestros recursos. Imperó la mentira disolvente sobre la verdad, sin mostrar pausa alguna durante la década correísta: mintieron sin desmayo y aquellas ineptitudes que pasaban como alegres errores administrativos de sus ignorantes improvisaciones y que provocaban hilaridad se convirtieron en terribles e insultantes verdades que se identificaron como denominador común de las revoluciones socialistas del siglo XXI. Debo confesar que a ratos me invadió un real hartazgo de la condición humana exhibida por quienes resultaban ser obligados depositarios de nuestra leve esperanza por un Ecuador mejor.

“La palabra le ha sido dada al hombre para ocultar sus pensamientos”, fue una expresión de un político europeo que calza con penosa exactitud en nuestro medio y descubre la ética personal de muchos políticos y, en especial, de quienes, en razón de sus cargos, deben dar ejemplo de sujeción a la ley. Fue repudiable que se pretendiera engatusar a una Asamblea Nacional ante su legítimo interés de descubrir la verdad sobre un tema que atañe a la moral pública y política. El depuesto fiscal general demostró poseer singular elocuencia para encubrir lo que pudo ser inicialmente un error apremiado por la exasperación, para luego dar paso a censurables sofismas con los que quiso embaucar a toda una Asamblea Nacional. La reacción parlamentaria fue más elocuente: nadie se apiadó de él y hasta esos tres asambleístas que se abstuvieron de votar lo condenaron con su omisión. Esta vez, como una esperanzadora muestra de integridad institucional, la mentira urdida artificiosamente por el fiscal fue derrotada por una verdad que genera esperanzas de integridad moral.

Paralelamente , las designaciones ministeriales de Toscanini y Jarrín provocan nuestra conformidad. Nos extraña, sin embargo, que se recurra a un pueril e insólito condicionamiento el futuro burocrático de una canciller que nos defrauda con sus pertinaces mentiras en defensa de comunistas genocidas y pillastres revolucionarios que han ensombrecido la historia de América Latina. Moreno asume un riesgo cierto al prometernos que su gobierno dirá siempre la verdad, y confiar, contrariamente, en quien utiliza con renovada insistencia estereotipadas mentiras en respaldo de su anacrónica acción revolucionaria. Seguir mintiéndose o no, es un impensado dilema legado por el correísmo y alimentado por fracasados residuos ideológicos.