
Lenin Moreno casi se libra de su estilo
Pocas novedades hubo en el informe anual del presidente en la Asamblea. Él y César Litardo celebraron el acuerdo legislativo.
Mezquino en titulares: así fue el informe a la Nación que el presidente Lenín Moreno presentó ayer en la Asamblea (que no es lo mismo que decir ante la Asamblea, la mayoría de cuyos integrantes no asistió). Un puñado de cifras positivas ya conocidas, una lista de logros de gobierno ya publicitados y un conjunto de anuncios más bien magro consumieron las tres partes del discurso. Entre estos últimos, el más celebrado y aplaudido por las cerca de dos mil personas que colmaron el hemiciclo legislativo y las barras altas fue la decisión de derogar el impuesto verde a los vehículos, al que calificó de “distorsionante” en tanto “grava al patrimonio, no a la contaminación”.
Una hora con veinte minutos duró el informe, que Moreno pronunció desde el estrado de la presidencia y con su gabinete de ministros y autoridades de control sentados a su izquierda. Lo precedió en el uso de la palabra César Litardo, el nuevo titular de la Asamblea, quien llegó con barra propia: sus partidarios de la provincia de Los Ríos que lo ovacionaron desde las barras altas. Ambos, a su turno, elogiaron como un síntoma de madurez política el acuerdo legislativo que condujo a la elección de Litardo y que, aseguran, garantizará la gobernabilidad del país. Litardo se detuvo largamente en exponer los términos del acuerdo y los pormenores de la agenda legislativa que este implica, es decir, ofreció las explicaciones que debía rendir la semana pasada, cuando asumió la Presidencia. Salvo que en ese momento el texto del acuerdo aún no estaba listo y no le había sido enviado desde Carondelet.
Actos como este, tan estrictamente apegados a las formalidades del protocolo, son por su naturaleza una suerte de puestas en escena del poder y constituyen oportunidades invalorables para entender algunas cosas. Ya es bastante significativo el hecho de que los informes de Lenín Moreno supriman la parafernalia de atributos que solían acompañar a los de su predecesor: los caballos enjaezados, el desfile motorizado, la entrada triunfal del mandatario a bordo de un vehículo militar, las ofrendas ciudadanas... Todas esas manifestaciones del culto estético hacia la propia imagen por las que Rafael Correa sentía debilidad y que, según el filósofo Walter Benjamin, son características de los gobiernos fascistas.
Moreno reduce el boato a lo mínimo indispensable: calle de honor de granaderos, alfombra roja, bandas militares, una sinfónica juvenil en el salón. Pero no sacrifica la seguridad, que en esta ocasión involucró a un millar de efectivos y contempló un complicado operativo para la entrada. Con el fin de compaginar seguridad y protocolo, invitados y protagonistas de la ceremonia se sometieron a un revelador orden de ingreso según el cual los de menor importancia llegaron primero y, en consecuencia, esperaron más. A las nueve, funcionarios y amigos; a las diez, ministros; cerca de las diez y media, todos juntos, los miembros del CAL; a las 10:40, recibida con honores, la ministra del Interior, María Paula Romo; a las 10:50, César Litardo; a las 10:55, el vicepresidente Otto Sonnenholzner. Y después de él, inmediatamente antes del presidente (¿no es esto un categórico mensaje?), la mesa chica de Carondelet: Santiago Cuesta, Andrés Michelena y Juan Sebastián Roldán. Cuesta se entretuvo estrechando manos de ministros. Romo le retribuyó el saludo con una sonrisa de compromiso y la mirada fija en la distancia, por encima de su hombro, con la misma cortante cortesía con que Ana Karenina recibiría a un pretendiente indeseable.
No todo en el protocolo funcionó como un reloj: Pedro Curichumbi, el ultramontano asambleísta evangélico de CREO que en este mismo salón pidió una ley para obligar a los sacerdotes católicos a contraer matrimonio y evitar así los casos de pederastia, terminó sentado, silla vacía de por medio, al lado del obispo.
Desde sus puestos los ministros cumplieron a cabalidad con el ritual de aplausos que las inflexiones de voz del presidente demandaban de la concurrencia. Por ejemplo, cuando criticó a Correa. Y cuando ofreció una extensión de dos a cinco meses del plazo para el pago del anticipo al impuesto a la renta. Y cuando anunció la devolución inmediata del IVA a los exportadores. Y cuando comprometió 400 millones de dólares para la inversión social y 800 millones para créditos productivos. Incluso aplaudieron cuando envió un mensaje a la Corte Constitucional (que no por hacerlo “de manera respetuosa” dejó de ser inconveniente) para que, en caso de consultas populares sobre minería (no mencionó al cantón Girón pero no hacía falta), imponga a los votantes la obligación de decidir con qué fuentes de financiamiento se sustituirá a las riquezas que se dejará de percibir por cada mina cerrada.
El resto de ovaciones fue para Rocío González, la primera dama, a quien Moreno rindió públicamente homenaje como gestora del Plan Toda una Vida. Evocó sus 43 años de casado, recordó las serenatas de cuando eran novios, deslizó un par de chistes de los suyos. Eso y las consabidas citas a Joan Manuel Serrat (porque la cita de Miguel Hernández era, en el fondo, de Serrat) fueron los únicos resbalones en los que el presidente cayó víctima de su propio estilo. Casi lo logra.
El necesario homenaje al recientemente fallecido Julio César Trujillo tuvo sus bemoles. El presidente lo elogió y lo catalogó como “una guía en el proceso de reinstitucionalización del Estado”. Pero pidió a los miembros del CPCCS, que Trujillo quería eliminar, que lo tomen como ejemplo. Ni una palabra sobre la posibilidad de convocar a una consulta popular para cambiar las atribuciones de ese organismo.
Poco después de la una de la tarde todo había concluido. Autoridades, funcionarios e invitados especiales se precipitaron hacia afuera y se agolparon en las puertas. Santiago Cuesta, como quien quiere sacarse una espina que lo carcome, se aproximó a María Paula Romo por la espalda y, con las dos manos, le frotó ambos brazos en gesto de amistosa camaradería. Romo se volvió, afable, pero la sonrisa se le congeló en el rostro en cuanto identificó al autor de las caricias. Viró la cabeza y siguió andando.