“Salut à Simone Veil”
Tengo siempre presente una imagen de Simone Veil, la política francesa (y más tarde europea) fallecida la semana pasada. Es una foto en blanco y negro, tomada en septiembre de 1979, entre Rosh Hashanah y Yom Kippur (período que la tradición llama “días temibles”); en París, delante de la tumba del mártir judío desconocido. En 1974, ante el Parlamento francés, pronunció un discurso que cambiaría las vidas de las francesas y marcaría la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing. A partir de allí, paradójicamente, Veil será honrada, celebrada, adorada en toda Europa; pero vivirá casi clandestinamente en una época que nunca termina de aceptar; un enigma para sus contemporáneos, siempre algo retirada, pero tan transparente a sus propios ojos como es humanamente posible serlo. Sabedora de su vocación, de la dirección de su destino y de la fuerza de su deseo de cortar con lo que durante una manifestación en París en apoyo de las víctimas del atentado a la sinagoga de la “rue” Copernic en 1980 describió como la “desintegración judía”. ¿Quién era ella, que había sido deportada a Auschwitz pocos días después de recibir el “baccalauréat” y sobrevivió a lo imposible, tras mirar a la muerte a los ojos? ¿Cómo podía sino mantener distancia, cuando había experimentado en carne propia el desastre y el milagro? Nada la enfurecía tanto como oír que el Holocausto es indecible, y que eso explica que sus sobrevivientes, al regresar, se encerraran en el silencio. ¡No!, bramaba ella. ¡Si lo único que pedían era eso mismo, hablar! Pero la gente no quería oír. Nadie señaló la singularidad del Holocausto con tanta precisión como ella. Un crimen, dijo, sin rastros (sin órdenes escritas, sin directivas oficiales en ningún lugar); sin tumbas (su padre, hermano y madre, convertidos en humo y cenizas, sin otra lápida que su memoria y, más tarde, su autobiografía); sin ruinas (cuando años después regresa a Auschwitz, encuentra un lugar pacificado, neutralizado, lavado); sin salida (los habitantes de Sarajevo, de Ruanda, de Camboya, podían, al menos en teoría, huir; pero el sello del Holocausto es que el mundo mismo se convirtió en una trampa); finalmente, sin razón (puestos a elegir entre despachar un tren con soldados al frente o un tren con judíos a los hornos, los nazis elegían siempre lo segundo). Después de la guerra hubo dos respuestas. La del filósofo y musicólogo Vladimir Jankélévitch: la culpabilidad ontológica de Alemania; la irremediable corrupción de su lenguaje a manos de Hitler; la promesa de no querer saber nunca más nada de su cultura o de su pueblo. Y la de Simone Veil: nada de culpas colectivas; si el alemán es la lengua del nazismo, también lo es del antinazismo; la creencia en una Europa posible, con Francia y Alemania (las dos llorando a sus fantasmas) como pilares. La última vez que hablé con Simone fue hace diez años, cuando tuve el honor de entregarle el premio Scopus de la Universidad Hebrea de Jerusalén. Fue con su marido, Antoine, y con sus hijos, Jean y Pierre-François. Estaba cansada, pero animada. Intranquila, pero sin nostalgia. En su discurso, en el que elogió la paz, la ciencia y el derecho, citó cambiada la frase del filósofo Martin Heidegger, diciendo: “Solo una palabra puede salvarnos”.