Dos lagrimitas por Simon Bolivar

Días antes de su estreno en Netflix, Nicolás Maduro despotricó contra la serie Bolívar, de la cadena Caracol, porque imaginaba que nada bueno podría venir de la oligarquía colombiana. Un mes después, sin embargo, se sentó a verla. Y descubrió que entre la oligarquía colombiana y la dictadura venezolana hay quizá más cosas en común que las que le gustaría admitir. Cosas que, en su tonto pensamiento, es incapaz de enunciar. Le bastó con que el Bolívar que vio en Netflix se pareciera al de sus sueños, así que corrigió sus declaraciones y elogió la serie. El debate estaba servido.

En las redes se han vertido ríos de palabras. Algunos dicen que la serie es mala porque traiciona el rigor histórico y presenta una imagen idealizada de su protagonista. Otros dicen que la serie es buena porque plasma el heroísmo de la gesta libertaria y nos inspira. Antes de tomar partido, quizá conviene aclarar que a un creador (escritor, guionista o director cinematográfico) le asiste el derecho de contar la versión de la historia que a bien tenga. Si esa versión suscita en la sociedad un debate sobre la historia, bien por ella. Punto a favor de la serie.

A lo que no tiene derecho un guionista o un director cinematográfico es a manipular a su audiencia. Y eso es precisamente lo que hace el Bolívar de Netflix. Examínese la apertura del primer capítulo: el cruce de la cordillera por el desarrapado ejército del Libertador. Todo en esta larga secuencia, la meliflua y relamida fotografía de videoclip, la música de epopeya, la catadura de un Bolívar que no abre la boca sino para despachar frases históricas (“¡Cubiertos por el honor y calzados de valentía!”), la vastedad del paisaje (el fácil recurso del dron se está convirtiendo en la nueva plaga del lenguaje cinematográfico), una dirección de arte que hace aparecer hasta los harapos y los pies llagados de los héroes como harapos y llagas angelicales, gloriosas, inmarcesibles, en fin, todo, todo está diseñado para decirle al espectador exactamente lo que tiene que sentir.

Esa forma de manipulación se llama kitsch y es el estilo favorito de déspotas como Maduro. “El kitsch -dice Milan Kundera- provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra”. En este caso, la primera lágrima dice: ¡Qué hermoso ver al ejército de Bolívar cruzando los Andes! La segunda dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto a todas las naciones bolivarianas contemplando cómo el ejército de Bolívar cruza los Andes! “Es la segunda lágrima -concluye Kundera- la que convierte al kitsch en kitsch”. Es la segunda lágrima la que hace del kitsch un estilo populista.

Porque esta propuesta estética tiene su contrapartida política. No es extraño que los correístas que defendieron a la Unasur la semana pasada en la Asamblea empezaran sus discursos citando una frase célebre. De Bolívar, precisamente, en la mayoría de los casos. “Solo unidos seremos”. “Algún día América tendrá una voz de continente”. Retórica vacía para defender un organismo vacío con la ilusión de estar tocando la gloria de la historia pero sin la necesidad de sumergirse en sus miserias. Retórica kitsch.

A los políticos se los reconoce por su estética. Por eso es desalentador el entusiasmo que la serie de Netflix ha despertado en estos países. Ese entusiasmo solo puede significar una cosa: tarde o temprano vendrá otro caudillo y nos volverá a manipular.