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Esa piltrafa llamada ciudadano

Avatar del Roberto Aguilar

Asambleístas que insultan de la peor manera a los ciudadanos desde las redes sociales: un espectáculo cada vez más común que retrata la calidad de nuestra democracia’.

Fausto Jarrín trata de imbécil a un abogado. Y a un periodista. Y a un concejal. Si se teclea en el buscador de Twitter los criterios “imbécil” y “@FaustoJarrinT” se verá que el legislador correísta llama de esa manera a todo el mundo con facilidad pasmosa. “Imbécil” es el descalificativo que tiene a flor de labios y lo despacha con absoluta inconsciencia de la dignidad que ocupa. Imbécil por aquí, imbécil por allá. Hombre de pocas luces y no precisamente muy intensas, no se puede decir que Jarrín sea un dechado de imaginación, así que básicamente no se le ocurre otro insulto que no sea el más elemental y zafio. Cualquiera que no piensa como él (que más que pensar repite lo que alguien con más dinero y más sentencias por corrupción le pone en la cabeza), cualquiera que cuestiona sus actuaciones en la Asamblea, por educadamente que lo haga, se convierte de inmediato en un imbécil. Ese es Jarrín. Suya es la luz, suya la inteligencia.

Esteban Torres es más creativo. Lo es de la forma rastrera y sinuosa que caracteriza a los de su partido. Llamó “pequeña piltrafa nauseabunda” a un periodista, el columnista de este Diario y fundador del portal 4 pelagatos, José Hernández. Al asambleísta socialcristiano no le gustó el diagnóstico sobre la “política nauseabunda” que el analista (seguramente el mejor de la prensa nacional, para despecho de Torres) publicó en su página Web. Su reacción fue inesperada: en lugar de asumir el papel protagónico de su partido en la náusea que nos agobia, como se habría esperado de un político de mediana inteligencia; más aún: en lugar de aprovechar la magnífica oportunidad que se le presentaba para hacerse el desentendido y cerrar la boca, Esteban Torres se dio por aludido en el plano personal: de todas las posibilidades, la peor. Así que montó el show: “Me estás atribuyendo un delito”, le dijo gratuitamente a Hernández con el displicente tuteo de la clase social a la que aspira. Suya es la moral. Suya es la casta.

Socialcristianos y correístas, de tanto andar tomados de la mano, empiezan a parecerse hasta en el estilo. Eso significa, en su caso, volver a los orígenes. Para los primeros, es la política entendida como “poder testicular”, “pantalones bien puestos”, “yo no me ahuevo”... Para los segundos, la imagen de un presidente que desafía a golpes a quien ose criticarlo. Según estas dos visiones de la política que son, siempre lo fueron, una sola, no es el servidor que ostenta un cargo de representación quien está sujeto al escrutinio público y a quien le corresponde, en consecuencia, ejercer una tolerancia mayor frente a los comentarios y las críticas adversas. Los Jarrines y los Torres, por el contrario, creen estar revestidos de una supuesta dignidad que no solamente los hace intocables sino que les confiere, además, la impunidad necesaria para maltratar a la gente de a pie. Que se cuiden los ciudadanos. Si epítetos del tipo “imbécil” o “pequeña piltrafa nauseabunda” se los endilgaran a sus pares, es decir, a otros asambleístas, ardería Troya. El Comité de Ética abriría un expediente y el boquiflojo terminaría sancionado. Pero se los dicen a ciudadanos nomás, así que no pasa nada. Insultar ciudadanos desde la Asamblea no solo es permisible sino vistoso.

En las elecciones debería regir un criterio de valoración para uso de votantes según el cual la indignidad de los candidatos estuviera dada en función de las broncas que se compran en las redes sociales. Estos dos estarían perdidos. Lo menos que se puede decir de ellos es que carecen de la serenidad y de la estabilidad emocional necesarias para ejercer sus cargos. Son deplorables.