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La medida de nuestra miseria

Avatar del Roberto Aguilar

Las pruebas sobre la culpabilidad de Jorge Glas son tantas y tan claras que, para creer en su inocencia, hace falta desconectar el cerebro y pensar lo que le digan’

Convicto con triple condena por corrupción nomás porque no ha habido tiempo de juzgarlo por otras causas; oportunista sin ideología devenido en líder de una izquierda que hace rato renunció a la elaboración de pensamiento para convertirse en administradora de una manada de borregos; plagiador de tesis de grado como si quisiera demostrar con ello que no hay un aspecto de su vida, uno solo, en el que esté dispuesto a actuar honestamente; hombre sin otros principios que no sean su irrefrenable codicia y su desprecio por el bien común; político sin ideas pero repleto de ocurrencias para llenar sus bolsillos y los de sus cómplices con plata pública... Jorge Glas Espinel es, sin lugar a dudas, el personaje más aborrecible y más dañino que ha surgido en el escenario político nacional desde el retorno a la democracia y, seguramente, desde mucho tiempo atrás. Solo equiparable con su jefe, el presidente prófugo, en la dimensión del daño causado. Que semejante delincuente se haya convertido en un héroe para miles de ecuatorianos que lo idolatran como a sabio y santo; que semejante adoración provenga del adoctrinamiento impartido por la que continúa siendo la mayor fuerza política del país, son hechos que hablan de una crisis de valores insoluble.

¿Qué hacer con ellos, los seguidores de Jorge Glas? Para empezar, son gente que se niega a considerar las evidencias. Porque las pruebas sobre la culpabilidad del exvicepresidente correísta son abundantes, públicas y diáfanas, y para desconocerlas hace falta una altísima dosis de obcecación, una falta absoluta de sentido crítico, una disposición irreductible a negar la realidad y una capacidad ilimitada para no pensar o para pensar lo que le den pensando otros, que para el caso es lo mismo. "Estamos aquí para pensar el pensamiento del comandante Chávez", decía en un encuentro (de intelectuales, nada menos) el comunista español Juan Carlos Monedero, con su cabeza de ladrillo y su apellido tan apropiado para sus aspiraciones. Ese es el militante del siglo XXI: uno que necesita que le den pensando. ¿Cómo se convive con gente así en democracia? Porque estar aquí para pensar el pensamiento... ¡de Marcela Aguiñaga o de Roberto Cuero!, ¡de Paola Pabón o de Virgilio Hernández!, ¡de Marcela Holguín o de Lenin Lara!... Hay que estar dispuesto a colocarse a uno mismo en niveles intelectuales fronterizos. Queda por preguntarse qué sienten los dirigentes de un partido que, para sobrevivir y avanzar, necesita de masas lo suficientemente ignorantes o imbéciles como para desconectar el cerebro y escuchar a... ¡Pamela Aguirre! Y creerse cuando le dicen que Glas es inocente. "Soy borrego y no lo niego", decía el cantautor correísta Hugo Idrovo. Pues eso.

Jorge Glas es la fractura que parte al país en dos. Es el símbolo de la convivencia imposible en un país que, 200 años después de su independencia, sigue sin estar seguro de si quiere ser una democracia o no (parece que mejor no), de si acepta el uso público de la razón como único espacio posible de entendimiento mutuo o si prefiere que le arreen a gritos y a patadas (quizás mejor a patadas). Jorge Glas es el rostro de ese país dispuesto a todo menos a pensar por cuenta propia. Es la medida de nuestra miseria moral y política y el mayor desafío de nuestra democracia