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Roberto Aguilar | La Secom de la posverdad

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A los nuevos comunicadores políticos el interés público les tiene sin cuidado

¿En qué momento la Secretaría de Comunicación de Carondelet dejó de ser lo que era y se convirtió casi casi en una oficina que opera desde las sombras? Al parecer todo empezó durante el largo reinado de los hermanos Alvarado, que convirtieron a la Secom en el eje de un gigantesco aparato de propaganda con la misión de producir, literalmente, una realidad paralela para imponerla como verdad oficial. Con ellos, con el correísmo, se inauguró el imperio de la posverdad y ese estado de guerra permanente que hizo de la insidia el ingrediente básico de la comunicación pública. Desde entonces nada volvió a ser lo mismo: el secretario de Comunicación, que solía asumir la delicada tarea de vocero del gobierno al que servía, se transformó de pronto en una suerte de asesor de imagen que no necesariamente se siente obligado a dar la cara al público. El funcionario que estaba ahí para responder preguntas, absolver dudas y ofrecer explicaciones, para lo cual comparecía a diario ante los medios, como hacen los voceros de cualquier democracia medianamente decente en el planeta, se convirtió en un oscuro consejero cuyo trabajo consiste en instruir al presidente y los ministros sobre los métodos para mentirnos mejor. Desapareció de la vista y el público se quedó sin un vocero que le rinda cuentas. No mejoró el país con ese cambio. 

Roberto Izurieta asumió ese papel hasta las últimas consecuencias. No ha habido tarea más inoficiosa e inútil, durante los cinco primeros meses del gobierno de Daniel Noboa, que hacerle preguntas. Básicamente porque no conocía ninguna de las respuestas y nos vendió la idea de que no tenía cómo, por qué ni para qué saberlas. Que ese no era su trabajo. Quien lo entrevistaba tenía que resignarse a no obtener otra cosa que sus sesgadas opiniones. Ni siquiera para tantear la temperatura del gobierno con respecto a ciertos temas específicos de la agenda servía Izurieta: su trabajo no consistía en comunicarnos nada sino en asesorar al gobierno en materia de comunicación. Un vuelco enorme.

Irene Vélez ha heredado esa política y parece dispuesta a potenciarla. El país la conoció el día en que asumió el cargo, el 30 de abril, y no ha vuelto a verla ni de lejos. Ni siquiera cuando un escándalo sacude a la opinión pública (el impresentable caso de tráfico de influencias para favorecer un proyecto inmobiliario de la familia presidencial en un área natural protegida), ni siquiera entonces aparece la secretaria de Comunicación para capear la crisis y proporcionar certezas. El presidente se escabulle de una rueda de prensa que se supone ofrecería con sus ministros tras una reunión de gabinete en Cuenca, los que quedan se niegan a contestar preguntas, a los periodistas les cierran la puerta en las narices (literal: hay video) y la única respuesta de un gobierno sin vocero es un vergonzoso comunicado lleno de sofismas y pretextos. Mientras tanto, la ministra de Ambiente Sade Fritschi, implicada en el escándalo, aparece en un video caminando por un bosque como modelo de Balenciaga por una pasarela, hablando de su compromiso para defender la naturaleza. ¿Ese es el trabajo de Irene Vélez? Es de una pobreza conceptual intolerable.

Bajo el imperio de la posverdad, hay un concepto básico que ha desaparecido de la comunicación pública gubernamental y que era, en los tiempos de los secretarios voceros, la razón de ser del cargo: el concepto de interés público. No hay ningún compromiso con la verdad, con la ética pública, con la utilidad pública de la comunicación en el trabajo de los sucesores de los hermanos Alvarado. Hay que agradecer que no heredaran la insidia. En todo lo demás, son igualitos.