Premium

Potencial digital

Avatar del Bernardo Tobar

Las jurisdicciones que han intentado legislar en esta materia con herramientas jurídicas tradicionales...

La industria digital ya domina. Si excluimos los conglomerados petroquímicos de China, Amazon y Apple serían actualmente la segunda y tercera compañías más grandes del mundo, luego de Walmart, seguidas a un palmo por cientos de compañías de tecnología. Si tomamos la tendencia y añadimos el factor de crecimiento exponencial de los productos digitales, por oposición al crecimiento lineal de las industrias tradicionales, la industria que ensambla códigos binarios estará cuantitativamente en la cima de la cadena alimenticia de los negocios en corto plazo. En términos cualitativos ya lo está, pues en la actualidad no hay industria que no dependa, cada vez en mayor grado, del componente computacional.

Dentro de la tecnología, un capítulo cada vez más gravitante es blockchain, que ya ha generado un universo paralelo con su propia moneda -bitcoin, ether y varias más-, sus propios bienes de comercio -tokens fungibles y no fungibles-, contratos autoejecutables -smart contracts-, comunidades autónomas, cuyos protocolos están tejiendo una red de normas jurídicas que, al igual que las criptomonedas o los smart contracts, no derivan su valor, efecto o eficacia de una bendición oficial o reconocimiento legislativo, sino de la convención libre y la propia función tecnológica de los registros descentralizados: validar matemáticamente las operaciones y su autenticidad sin necesidad de árbitros o intermediarios. Por eso las finanzas descentralizadas -‘DeFi’- hacen posible el acceso a oportunidades a un segmento que no califica como inversionista acreditado ni es lo suficientemente rico como para acceder a un crédito bancario. La propiedad fraccionaria -a través de tokens- de proyectos que se financian con criptomoneda abre enormes oportunidades para construir y conectar una comunidad de pequeños ahorristas con una de emprendedores en torno a proyectos multimillonarios. DeFi es ubicua, opera en la nube y no genera los puntos de conexión que los estados-nación utilizan para someterla a su promiscuidad regulatoria. Las jurisdicciones que han intentado legislar en esta materia con herramientas jurídicas tradicionales, solo han conseguido que sus promotores aterricen -pues en algún lado han de pagar impuestos- en países sin sobrepeso regulatorio, que respetan la autonomía jurídica de las personas y evitan la falacia del control público.