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El municipio y la tara colonial

Avatar del Bernardo Tobar

Si esto sucede con el sistema insignia de la ciudad, imaginemos la suerte de los proyectos privados, como una casa, un edificio, una urbanización, una partición hereditaria’.

El Municipio de Quito (MDMQ) tenía 7.500 funcionarios en 2009, lo que ya era absurdo. Para 2021 este número se triplicó. ¡22.000 empleados, menuda carga para los contribuyentes! Y también parece haberse triplicado el tiempo que ahora toma finalizar un trámite, cuando por azar milagroso concluye, pues las más de las veces el avance de un proceso municipal es más lento y tortuoso que empujar a un paquidermo en un fangal. La primera fase del metro de Quito se licitó hace 12 años y todavía no entra en operación. Si esto sucede con el sistema insignia de la ciudad, imaginemos la suerte de los proyectos privados, como una casa, un edificio, una urbanización, una partición hereditaria. ¿Qué retorcida concepción justifica el permiso previo de la autoridad en estos casos y tantos otros? ¿Acaso verificar las condiciones de habitabilidad? No, pues vemos plataformas públicas inundarse cada vez que San Pedro llora sobre la ciudad. ¿Asegurar cierta armonía estética? No, salvo legados históricos y dispersas edificaciones contemporáneas, lo demás es una colección insípida o francamente fea de cajas de cemento entrampadas bajo una telaraña de cables y reclamos publicitarios. No han podido atinar ni en lo más crítico y esencial, la planificación e infraestructura vial, pero cuidado se le ocurra a un propietario talar en su jardín sin el permiso de la autoridad.

En la base del complicado, interminable, contradictorio y asfixiante laberinto normativo que rige las competencias del MDMQ, ejemplo notable de la expansión parasitaria del poder público, está un complejo inveterado, colonial: la desconfianza en el otro, una suerte de presunción de timo que se limpia con la validación oficial, como si el sello del perdonavidas ungido de competencia pública le otorgara o privara de credibilidad a quienes hacen, viven y construyen la ciudad.

La fallida gestión municipal no se arreglará con buenos alcaldes, como no se hubiera evitado el naufragio del Titanic cambiando de capitán. Tampoco pasa por buscar eficiencias con paños tibios normativos, sino de cortar de raíz el tronco torcido de la interferencia pública en la vida de la ciudad -salvo para las pocas instancias en que resulta imprescindible- permitiendo la organización descentralizada de las parroquias bajo un esquema que parta de la presunción de confianza y no del complejo colonial del permiso previo.