Policía, asignatura pendiente

Avatar del Roberto Aguilar

“No fue un accidente. El policía (que se encontraba a 2,40 metros de distancia, según se pudo comprobar más tarde) se quedó mirándome. Me apuntó. Yo giré la cabeza a la derecha...”.

Lo siguiente que recuerda Jahaira Urresta es la profusión de sangre, la sensación de mareo, la pesadilla de sentir el globo ocular en la palma de su mano, la materia viscosa de nervios y músculos colgando de su cuenca vacía. Esta joven madre quiteña de 27 años es una de las once personas que perdieron un ojo por el impacto de una bomba lacrimógena durante los enfrentamientos del paro nacional. Esta semana concurrió, por segunda ocasión, a rendir su testimonio en la Asamblea Nacional.

Once personas (la cifra es de la Defensoría del Pueblo) no son una casualidad. Hay que sumar una duodécima, que perdió el oído. Y otra más que, según el mismo organismo, murió “con el corazón desgarrado” por idéntico motivo. Van trece. La ministra de Gobierno, María Paula Romo, que no niega que se produjeran excesos policiales, los califica como “casos excepcionales”. Pero doce personas con lesiones permanentes (descontemos el muerto, cuyo caso aún no ha sido investigado) permiten imaginar decenas con lesiones no permanentes. Y decenas no son una excepción. Son algo parecido a un sistema.

Y como durante diez años nos estuvieron repitiendo la cantaleta del “Prohibido olvidar”, parece pertinente recordar una fotografía. La publicó diario El Comercio, en agosto de 2015, y todavía se encuentra en la Red. En ella aparece el entonces ministro del Interior, José Serrano, valientemente escondido tras una hilera de policías que lo protegen con sus escudos mientras provoca a gritos a un grupo de manifestantes. ¡El ministro del Interior! Napoleón de barrio. Atrás de él, otro policía apunta su carabina lanzadora de gases lacrimógenos, como quiera que se llame, y se dispone a disparar directamente a la altura de las cabezas del prójimo. En presencia del ministro. Eso tampoco puede ser una casualidad. Ni una excepción.

Al gobierno de Lenín Moreno cabe agradecerle por la desactivación de una serie de mecanismos propios del despotismo correísta: el aparato de propaganda se apagó el primer día de su gobierno; las instituciones creadas para la persecución y el control de la opinión púbica fueron desarmadas; la Secretaría de Inteligencia, reestructurada. ¿Y la Policía? Bajo el mando de José Serrano, se convirtió en una fuerza de intimidación y escarmiento que se pasaba por el forro el concepto de uso progresivo de la fuerza; arremetía en motos y caballos contra manifestantes, esos sí, pacíficos; linchaba a ciudadanos no para detenerlos, sino para abandonarlos sobre la calzada; y sí: usaba sus armas no letales con efectos potencialmente letales. Que se sepa, esa Policía que este gobierno heredó del anterior, sigue intacta. Y sigue haciendo cosas parecidas. Es un problema estructural.

Será difícil, por más empeños que pongan en ello una desacreditada Conaie y un farsante correísmo aquejado por la más profunda deshonestidad intelectual, demostrar que el Gobierno ejerció la voluntad política de barrer a sangre y fuego con los manifestantes durante los días del paro, como sí ocurrió durante el gobierno anterior. Pero resulta evidente que tampoco este gobierno ha manifestado una auténtica voluntad política de poner en vereda a una Policía que, con demasiada frecuencia, tiende a abusar de su poder y hacer uso ilegítimo de su fuerza. Al contrario: más de una vez la ministra Romo la ha justificado. Ya lo dirá la CIDH. A cada quien sus responsabilidades.