Grandeza y pequeñez

Y no hay ningún indicio de que esto cambie para mejor.

Viendo a un candidato hacer campaña política encaramado en una camioneta y bailando grotescamente con un hombre disfrazado de mujerzuela, escribí que ese tipo de cosas me hacen sentir vergüenza de ser ecuatoriano. Como lo del candidato, hemos terminado por aceptar, casi siempre con indignación pero a veces con resignación, cosas burdas y vergonzosas. Encendemos el televisor y nos encontramos con programas nacionales repulsivos, en los que campea la vulgaridad y se exalta lo ridículo. Y los aceptamos porque se trata de ‘rating’ y vende. Es el reflejo del mal gusto y chabacanería del ecuatoriano promedio, que nunca cede el paso cuando conduce, que no está dispuesto a esperar su turno y que siempre quiere ponerse delante de los que llegaron primero; que saca altavoces a la acera y pone música escandalosa a todo volumen o echa basura a la calle; ese que estaciona su auto en cualquier sitio sin que le importe entorpecer el tránsito; que cree que las leyes, normas y reglamentos son para los demás pero no para él... Ese ecuatoriano arbitrario, abusivo e irrespetuoso. Somos una nación de gente que ignora la excelencia que conduce a la grandeza y a quien solo importa la pequeñez del provecho personal. Sin miras ni conciencia de país, que se enorgullece de cosas nimias, triviales, vulgares, baratas, intrascendentes y pequeñas; no por lo que conduce a la grandeza. Países más pequeños que el nuestro, y sin apenas recursos naturales, como Países Bajos, han conquistado el mundo gracias a su seriedad, laboriosidad y honestidad. ¿Qué nos falla si somos un país riquísimo? ¡La gente! Un país lo hace su gente. Un amigo decía que la gentuza vulgar, deshonesta, arbitraria, abusiva, ordinaria y de mal gusto no nos representa; no a las personas decentes, pero sí a nuestra nación, porque son la mayoría y los que dan la imagen del país. ¿Cuándo daremos el salto de la pequeñez a la grandeza? ¿Qué nos hace falta para conseguirlo? ¡Educación! Con una clase política impresentable, gobiernos deplorables y una juventud atontada por los celulares he perdido la esperanza de que lo consigamos. Ni siquiera podemos confiar en la forma en que nuestros hijos están criando a los suyos; la influencia del entorno es demasiado grande en un sistema corrupto hasta sus raíces. Entre la pequeñez y la grandeza se interpone la falta de principios y valores, tan dejados de lado por una generación nihilista. Y no hay ningún indicio de que esto cambie para mejor.

Roberto Valverde Malats