A cincuenta años de un estreno

¡Ojalá que el tiempo vuele!, dice la letra de una canción de mi autoría. Pero en realidad no queremos que sea tan rápido... porque se nos acaba. Hay un momento de inflexión en la vida de cada uno de nosotros, que nos cambia para siempre. Nacemos y somos hijos durante cierto tiempo. Unos más, otros menos. Podemos ir preparándonos para esa ocasión, pero no sabemos exactamente cómo será una vez llegada la hora. Solo cuando sucede habremos entrado en ese torbellino de sentimientos insospechados convirtiéndonos mágicamente en los seres más dichosos de la tierra. Y ahí nuestra vida no volverá a ser la misma, en todos los sentidos inimaginables. Ese increíble punto de inflexión es el día en que dejas de ser hijo y te conviertes en padre. A mí, con apenas 18 años, me sucedió hace ya 50. ¡Cómo voló el tiempo! Muchos dirán “parece que fue ayer”, y es verdad, ¡parece que fue ayer cuando recibí tan maravilloso regalo! Desde ese momento nunca más volví a ser el mismo. Mis prioridades pasaron a ser otras. Mi corazón abrió un espacio desconocido hasta ese entonces para llenarse de un nuevo tipo de amor. Los días, y sobre todo las noches, nunca más fueron los mismos. Tampoco el amor es el mismo, ha crecido hasta el infinito, y seguirá creciendo hasta mi final. Y cada vez que volvemos a ser padres, nuestro corazón se agiganta. Es increíble la capacidad de amar que tiene este noble músculo. Puedo decir sin temor a equivocarme que no existe amor más grande que el que se tiene hacia los hijos. ¡Ah!... los hijos! Uno vive y puede morir por ellos. ¡Feliz cumpleaños, mijita!

Roberto Montalván Morla