Destino: la luz

Esta es una escena muy llena de “efectos especiales”, que atraería a cualquier artista digital. Pero la “transfiguración” de Jesús en el monte debió ser muy importante para los cristianos primeros porque está en los tres sinópticos y, en alguno de ellos (Mc), hace de bisagra entre los dos grandes bloques de la narración. Hoy la leemos en Lucas (9, 28-36). Inmediatamente antes, Jesús ha dicho a sus amigos que, quienes mandan en Israel, lo van a matar y que los que quieran seguirlo deben cargar su cruz “cada día”. Aquello provocó un desconcierto que otros destacan y Lucas calla.

Jesús “cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar”. Lo hace con frecuencia. Pero ahora se lleva con él a tres para que “vean el reino de Dios” de alguna manera antes de su propia muerte. En el relato de Lucas, todo sucedió “mientras oraba; su rostro cambió de aspecto y su ropa resplandecía de blancura”. En comunión con su Abbá, hasta las viejas Escrituras alcanzan pleno sentido. La Ley (Moisés) y los Profetas (Elías) se hacen presentes “con gloria” y “hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén”. Quien escribe sabe muy bien el trauma que para los discípulos supuso de hecho la muerte del maestro.

Pedro y compañía estaban muertos de sueño, pero “cuando se espabilaron, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él”. Luego era verdad que su maestro era el mesías señalado por las Escrituras, la etapa final de todas las promesas, el derroche de la luz. Era la pascua sin muerte, que puede convertirse en tentación de autocomplacencia en las cumbres, olvidados del dolor en los valles. Pedro, espontáneo y sincero, propone: “Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Lucas, que se las sabe todas, añade que Pedro “no sabía lo que decía”.

Vamos de maravilla en maravilla. “Apenas lo dijo, vino una nube que les hizo sombra. Y al entrar en la nube, se asustaron”. Moisés ya sabía por experiencia lo que se siente en la presencia de un Dios que escribe leyes en la piedra. Porque la nube “los envolvió”. Si fuera el mar sería un remolino, o un torbellino si se tratara del aire. Es la sombra y de la sombra sale una voz. Como en el bautismo. Y, como entonces, la voz dice: “Este es mi Hijo elegido. Escúchenlo”. Cuando habla de martirio y de gloria, cuando habla de su Padre y sus hermanos. Escúchenlo, que se les entrará hasta la entraña de la vida.

Se acabó el ensueño. “Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto”. Cuando nos envuelve el misterio, solo queda hacer silencio en lo hondo y escuchar la Palabra, no para saber de ella, sino para vivirla e inventar el camino cada día. El que cruza los valles de todas las miserias humanas y el de las humanas alegrías también.

Transfigurarse no es perder la figura, sino que esta explote de luz. No fue perder su cuerpo, sino hacerlo glorioso. Así nos reconoceremos un día, transfigurados, a la sombra de Dios Padre para que no nos queme tanta felicidad. Ese día, Pedro, nos dejarán armar las tiendas. Buenos días.