Diario de una cuarentena 17
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CUARENTENA, DÍA 17: El miedo no cambia de cara

Prácticamente todos los grandes pensadores de nuestro tiempo han hablado. Y no aportan una luz en este túnel

Roberto Aguilar publicará este diario hasta el final de la cuarentena por el coronavirus. Puedes leer todas las entregas aquí.

Ya perdimos de vista la entrada del túnel, pero todavía no alcanzamos a ver la luz de la salida. ¿Quién dijo eso? ¿Jorge Yunda? ¿Homero Simpson? Lo cierto es que hemos entrado en un nuevo período de la cuarentena en el que las cosas ya no son lo que hasta hace poco aparentaban. A estas alturas la mayoría de nosotros parece tener bien afinadas sus rutinas de confinamiento. En las redes sociales ya casi nadie habla de lavar platos y hacer compras. Aburrirse, engordarse, no bañarse… Esas eran las novelerías que nos mantuvieron entretenidos durante los primeros días, cuando el encierro parecía una pijamada permanente. Ahora nos preocupan otras cosas.

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Quizá porque el probable ecuador de la cuarentena coincidió con el desborde de los servicios funerarios en Guayaquil, con su secuela de imágenes apocalípticas; quizá porque el paso de los días y la sucesión interminable de horas huecas, idénticas entre sí, indistinguibles, nos termina enfrentando, esta vez en serio, a la incertidumbre del tiempo y del futuro… El hecho es que ahora contemplamos las cosas que nos preocupaban hace sólo quince días y las encontramos terriblemente superficiales. Perdimos de vista la entrada del túnel, aún no alcanzamos a ver la luz de la salida y el camino que recorremos se ha vuelto tormentoso y cuesta arriba.

Ahora ya sabemos que debemos renunciar a todos nuestros planes, al menos a los inmediatos. Los propósitos para 2020 se fueron por el caño. No somos dueños de lo que ocurra con nosotros de aquí en adelante. Y eso causa miedo. El miedo es la sensación del momento. Ya no la alarma alharaquienta de los primeros días, la paranoia abstrusa que se calmaba comprando cantidades ingentes de rollos de papel higiénico. No. Ahora el miedo es de verdad: miedo al futuro.

Miedo a quedarnos encerrados y perderlo todo. Miedo a no quedarnos encerrados y contagiarnos. Miedo a la pobreza, a la enfermedad, al hambre, al frío y a la muerte… Tanto y en todo lado se repite que lo que estamos viviendo en estos días es un acontecimiento inédito en la historia; que es la primera vez que la humanidad se enfrenta con una tragedia global de semejantes proporciones; que nadie, en consecuencia, podía estar preparado ni lo está para lo que ocurre y lo que viene… Puede ser. Pero también es cierto que los miedos que afrontamos son los miedos esenciales de la especie. Los miedos de siempre.

Esos miedos están descritos en ‘Odisea del espacio’ (el libro de Arthur Clarke, no la película de Stanley Kubrick) y atribuidos al hombre de las cavernas: una frágil criatura que apenas empieza a desarrollar el lenguaje, vive al día, ahorrando calorías y energía física para lo esencial, rodeado de tinieblas, pero está a punto de hacer el descubrimiento que desencadenará su evolución: el uso de herramientas. Del mazo a la conquista de las estrellas. Ahí estamos ahora. Pero ante lo desconocido volvemos a nuestra fragilidad original como si nunca la hubiéramos dejado.

Ha sido tan ilustrativo leer a los grandes pensadores de nuestro tiempo despachando en estos días, con la premura con que se escribe un editorial, su lectura de los acontecimientos. Filósofos, sociólogos, historiadores, analistas que tratan de mirar más allá de la coyuntura… ¿Tienen una idea clara de lo que está pasando y de lo que se viene? La verdad es que no. No más que cualquiera. Es obvio que ellos y nosotros estamos juntos en la misma caverna rodeados por las mismas tinieblas y las credenciales académicas parecen no servir para mayor cosa en este sitio. Es la hora de los científicos y técnicos: los médicos, los químicos, los biólogos… Los pensadores, francamente, resultan decepcionantes.

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Y hablo de los pesos pesados del pensamiento. Desde Giorgio Agamben, que lo atribuye todo (y todo es, en este caso, el coronavirus) a una conspiración del poder para instalar un estado de excepción permanente en el planeta (pero no pasa de ser una “gripita”, dice), hasta el indescriptible y bufonesco guía espiritual de los trasnochados, el esloveno Slavoj Zizek, que acaba de publicar su libro sobre la pandemia en tiempo récord (este señor piensa con la velocidad y el automatismo que otros emplean para fabricar salchichas) y concluye que, a falta de proletarios oprimidos marchando bajo una sola bandera hacia el horizonte luminoso, será el puñetero virus quien haga por fin y de una vez por todas la revolución comunista. El virus, sí.

En el intermedio están los que teorizan, sin evidencia empírica, sobre la venganza del planeta contra la maldita especie humana; los que se lamentan porque Google y Facebook serán los grandes ganadores de la crisis; los que siguen pensando que no pasa nada… En suma: “pensamiento fast food”, como dijo el escritor mexicano Antonio Ortuño en una columna publicada en El País. Empacado y listo para llevar, pero poco nutritivo.

Ni una luz. Estamos solos. Encerrados y solos, contemplando la muerte en nuestras pantallitas. Afuera se ciernen las tinieblas. Mañana es una gran incertidumbre.