NOTA ROBERTO AGUILAR
El vicepresidente del CNE, Enrique Pita, fue uno de los llamados por la Asamblea Nacional dentro del juicio político en contra de Diana Atamaint.GUSTAVO GUAMAN

En el CNE se habla de fraude y nadie se conmueve

CRÓNICA. Los consejeros del CNE rindieron sus testimonios en el juicio político contra Diana Atamaint en la Asamblea. El resultado es incierto

Sólo un asambleísta, Fabricio Villamar, se escandalizó esa tarde de lo que estaba oyendo. El resto de los asistentes a la sesión de la Comisión de Fiscalización, que tramita el juicio político contra la presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), Diana Atamaint, lo tomó con naturalidad. “Fraude electoral”, “resultados adulterados”, “actos deliberados para favorecer a unos candidatos y perjudicar a otros”… Nada del otro mundo. Los vocales del CNE Luis Verdesoto y Enrique Pita trajeron actas de escrutinio suficientes para enterrar a todos: actas sin firmas (por miles); actas cuyo registro de votos cambia radicalmente de un conteo a otro (centenares); actas con incongruencias de registro… En fin: todo normal.

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Desde luego, hay cosas peores. Basta con preguntárselo a Fausto Terán, el integrante oficialista de la Comisión que, desde el primer día, asumió la tarea de salvar la cabeza de Atamaint a toda cosa. Sobre el presunto fraude no dijo palabra. Para él, lo verdaderamente escandaloso de cuantos asuntos se ventilan en el juicio político es el caso Loyo: Luis Loyo, el delincuente con 34 procesos en su hoja de antecedentes penales a quien Diana Atamaint puso al frente de la coordinación técnica de procesos electorales y hoy está preso tras haber sido hallado culpable de tráfico de influencias. ¿Qué le molesta a Terán? ¿Que Atamaint entregara un cargo tan sensible a un sujeto tan descalificado? No. Le sorprende (así díjo: “me sorprende”) que sus acusadores pretendan negar a Loyo su derecho al trabajo. “¿No es eso discriminación?”, pregunta y se rasga las vestiduras.

Fausto Terán: su consigna es clara pero carece de la habilidad retórica para evitar que se note. “No es sencillamente la presidenta -dice a cada paso, tratando de repartir culpas y reproduciendo sin rubor el argumento correísta-. Este es un organismo colegiado”. Cuando Pita responsabiliza a Atamaint por instaurar un régimen de reparto en el organismo (y cuenta con detalle cuántas coordinaciones le toca a cada quien, cuántas secretarías, cuántas y cuáles provincias), Terán lo acusa de divagar: ¿reparto?, se pregunta. “¿Qué nos interesa? ¡Eso es cuestión de ustedes!”. Más claro, imposible.

Lo acompañan, en su empeño, su colega de bancada Alberto Arias, que empieza sus intervenciones con la muletilla “comparto lo que dice Fausto”; y Eliseo Azuero, a quien tampoco conmueven las palabras “fraude electoral”. Él es más hábil que Terán: se sitúa en el punto exacto de la asepsia política: “Estamos asistiendo -dice- a una lucha intestina dentro de un cuerpo colegiado”. Más claro: allá entre blancos. Y se permite “una reflexión”: es necesario reformar el Código de la Democracia. Genial. Ante la tonelada de actas de reconteo puestas sobre la mesa por Pita y Verdesoto, se escabulle: “Meses después del proceso electoral no tenemos evidencia de nada”, dice como si esas actas no existieran y Loyo no estuviera preso.

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Lo de Loyo y las evidencias de fraude podrían tener todo que ver. El fraude, al fin y al cabo, no parece tanto una operación política como un negocio. “Con absoluta certeza -dice Luis Verdesoto- esto no puede atribuirse a un partido. Este es un acto de vandalismo: pillos que vendían estos servicios”. En las comunidades más pequeñas no sale difícil: basta con adulterar un puñado de votos para incidir en los resultados. El audio de una sospechosa conversación entre Loyo y una vocal del Consejo Provincial Electoral de Manabí apunta en esa dirección. Ahí se habla de las “modificaciones en Tosagua” y de la no-sé-cuantitos con sus negocios en Jama (entiéndase: en los resultados electorales del cantón Jama). Toda una red, porque con Loyo y por su intermedio llegaron al CNE gran cantidad de nuevos funcionarios, a quienes Atamaint se preocupó de cesar uno por uno cuando Loyo cayó preso. Y el ‘modus operandi’ de Loyo es ese, basta echar una ojeada a sus antecedentes penales: manipulación de letras de cambio, contratos de arrendamiento con trampa, falsificación de documentos públicos… Chanchullos, huevadillas. Aquí y allá. Multiplicadas por cien.

Al CNE llegó Loyo por recomendación de Esthela Acero, identificada como la cuota del correísmo en el Consejo. Así dijo la presidenta Atamaint, en un infructuoso intento por librarse de responsabilidades. Ahora Acero está frente a la Comisión de Fiscalización y no sabe qué hacer ante la pregunta directa de la interpelante Jeannine Cruz: “¿Recomendó usted al señor Loyo? ¿Sí o no?”. Ella ha llegado provista de un farragoso, incomprensible, abrumador texto jurídico preparado a todas luces por su abogado, que se agazapa entre las barras (porque sí: en la Comisión de Fiscalización hay barras), y parece dispuesta a morir antes que apartarse un milímetro de lo que está escrito. “Todos debemos ser juzgados por nuestros actos -responde-, cualquiera que hubiera recomendado a determinado ciudadano no es culpable”. Inconmovible, Jeannine Cruz insiste: “¿Sí o no?”. Acero vuelve la vista a su abogado. “Es mi respuesta”, concluye.

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Esthela Acero ante la Comisión de Fiscalización: incapaz de hilvanar una idea tras otra, se limita a leer (cosa que hace con dificultad y de manera monocorde, sin modulaciones de voz) un texto que no entiende: “Con resolución del 15 de noviembre de 2019 número 531 guion 2019 guion TCE, el Pleno del CNE resuelve: primero, acoger el informe número 277 guion DNAJ guion CNE guion 2019 de 12 de noviembre de la Dirección Jurídica, adjunto al memorando número CNE guion DNAJ guion 2019 guion 0019 guion M del 12 de noviembre…”. Así habla Acero, inclinada sobre los papeles. Luego la correísta Carmen Rivadeneira la felicitará por su claridad. Tal cual. Carmen Rivadeneira: a la primera sesión del juicio político llegó con hora y media de retraso; a la segunda, con dos horas de retraso, cinco minutos antes del final; a la tercera no asistió. Ahora, que por una vez llegó temprano, empieza diciendo: “A todos consta que he estado aquí toda la tarde”.

Finalmente, el consejero José Cabrera. Ha seguido la sesión con la parsimonia de un pingüino. La cabeza hundida entre los hombros, la mirada oblicua por encima de los lentes, media sonrisa sardónica congelada en el rostro pálido. Defiende las decisiones de la presidenta Atamaint y la mayoría de la que forma parte con argumentos que lucen desesperados. Que no aplicaron la ley, dice (la ley que les obligaba a convocar a las organizaciones políticas para que auditen las elecciones) porque no es buena; y no había tiempo. Que no es verdad que la presidenta no hizo nada ante las denuncias de Pita y Verdesoto sobre los antecedentes penales de Luis Loyo; ella actuó: consultó al departamento de Talento Humano. Y Talento Humano respondió que no había impedimento para que el angelito (que ya estuvo preso una vez, por manipulación de documentos públicos) asuma la coordinación técnica de procesos electorales, donde tendría a su cargo centenares de documentos públicos para manejar a sus anchas.

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Los interpelantes, Jeannine Cruz y Fernando Flores, se desgañitan. Y la Comisión de Fiscalización parece evaporarse en un mar de incertidumbres. Daniel Mendoza, siempre un protagonista, no ha dicho ni pío desde que comenzó el juicio político; Ángel Gende, del mismo partido de la acusada (Pachakutik), se conduce con una impecable imparcialidad; Ramón Terán, el socialcristiano de la provincia de Los Ríos que apareció en un audio, aparentemente, negociando cargos en el organismo electoral de su provincia, desapareció a la mitad del juicio político y dejó a cargo a su asambleísta alterno; los demás están y no están, asisten a la hora de constatar el cuórum y después desaparecen. Hasta el oficialista Fausto Terán, que lleva dos semanas insistiendo en que las responsabilidades no son de la presidenta sino, cuando menos, de la mayoría que votó a favor de las decisiones del cuerpo colegiado, desaparece precisamente cuando esa mayoría acude a dar sus testimonios. En fin: nada hay más claro que las evidencias en contra de Diana Atamaint y nada más incierto que su censura en la Asamblea.

¿Culpa colectiva?

El principal argumento en favor de Diana Atamaint no tiene nada que ver con las acusaciones en su contra. Más aún: sus defensores asumen que las acusaciones son ciertas. Con una salvedad: la culpa no es de ella, sino de la mayoría del CNE que tomó las decisiones que se cuestionan. El caso es que los interpelantes son libres de enjuiciar a quien quieran. Se abre la posibilidad de eventuales juicios a Esthela Acero y José Cabrera.

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