Marimba
Iniciativa. Diversos sectores de Esmeraldas contrastan la violencia de la provincia con el arte de la marimba.Luis Cheme

La marimba, el ritmo que cura y devuelve la esperanza

En Esmeraldas, Atacames y Muisne tocar y bailar marimba es el refugio contra la violencia para niños y jóvenes 

La marimba no muere, resiste. Resiste al olvido, al miedo, al abandono. Resiste en medio del fuego cruzado, del éxodo, de la precariedad. En las orillas húmedas de la costa esmeraldeña, donde la violencia y la migración han dejado cicatrices en los cuerpos y en las calles, hay algo que sigue sonando: la marimba. No como un instrumento cualquiera, sino como un bálsamo, una ofrenda, una medicina. Aquí, entre el rumor de los esteros y los gritos de los niños en los barrios polvorientos, la marimba cura.

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En el sur de Esmeraldas, donde las balas han hecho de la noche una amenaza y no un descanso, el Centro de Arte Popular Raíces del Pacífico florece como un jardín sembrado en la piedra. Ahí, bajo la dirección de Marjorie González y Gower Torres, se forma una nueva generación de artistas afroesmeraldeños que no solo tocan, bailan y escriben, sino que sanan.

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Niños de barrios como Lucha de los Pobres, La Florida o Codesa, donde los índices de violencia rivalizan con los de una zona de guerra, se refugian en los ensayos como quien busca abrigo bajo la lluvia. Los tambores retumban como latidos. La marimba, con su ritmo hipnótico, se convierte en una brújula emocional para quienes han vivido demasiado para su edad.

Desde las primeras horas del día hasta entrada la noche, el eco de los ensayos vibra entre los muros de una escuelita comunitaria. Allí, los pies descalzos marcan el compás de una danza ancestral que se niega a morir. Allí, Julio —un niño de apenas 12 años— repite una y otra vez los patrones rítmicos de la marimba, no solo por amor a la música, sino porque sueña con un futuro. “Quiero vivir de esto. Quiero ser alguien con esto”, dice mientras acaricia las teclas de madera como si fueran promesas.

La marimba no es un lujo, es un salvavidas

El arte, en este rincón del país, no es un lujo. Es un salvavidas. Cada presentación es una fiesta, sí, pero también es un acto de resistencia, un grito de dignidad frente al abandono estructural, a la indiferencia estatal, al peso de siglos de marginalidad.

Raíces del Pacífico también hace cine. Su historia fue recogida en un largometraje que relata los sueños, luchas y desafíos de esta agrupación que, a pesar de las carencias, nunca ha dejado de sonar. Entre máscaras que evocan a La Tunda y versos que rinden tributo a Unkulunkulu, el dios africano de la creación, se construye un relato que va más allá de lo artístico: es una reafirmación de identidad en un país que muchas veces ha invisibilizado a sus poblaciones afrodescendientes.

La película es espejo. Es mapa. Es grito. Y, sobre todo, es consuelo para los niños y niñas que han visto partir a sus hermanos mayores hacia Quito, Guayaquil o incluso Colombia, escapando de la violencia, buscando alguna forma de sobrevivir.

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En Atacames, donde el turismo tapa muchas veces las grietas del olvido, un hombre decidió sembrar resistencia con los pies descalzos sobre la arena. Fabricio Montesdeoca, músico y gestor cultural, fundó Semacata en medio de la pandemia, cuando todo parecía derrumbarse. “Aquí no había un corazón que latiera por nuestras raíces”, recuerda. Así, con una marimba vieja y un grupo de jóvenes con hambre de historia, comenzó el ritual.

La palabra “Semacata”, invertida, dice Atacames. Pero también es, según su fundador, un recipiente sagrado donde se guardan las esencias de la vida. Y eso es lo que hacen: conservan lo esencial. En cada tambor, en cada paso de danza, en cada poema decimista, Semacata grita que la cultura no es un adorno, sino una forma de resistir.

Las presentaciones de Semacata no son espectáculos. Son liturgias. Ceremonias en las que se convoca a los ancestros, se pide permiso a los espíritus del río, se agradece al tambor y a la marimba. En un país fragmentado por la desigualdad, estos jóvenes de Atacames han decidido que el camino no está solo en el progreso individual, sino en el regreso colectivo al origen.

En cada encuentro, los niños aprenden que la marimba no solo entretiene: enseña. Enseña a escuchar, a compartir, a sanar. En medio de una sociedad que ha sido golpeada por el narcotráfico y la migración forzada, la música ofrece una pausa. Una tregua. Una posibilidad.

Baile marimba
Practicar el baile de la marimba es una distracción para las niñas de los diferentes barrios de Esmeraldas.Luis Cheme

 En la isla de Muisne, donde los estragos del terremoto del 2016 aún duelen como heridas abiertas, la marimba volvió a sonar gracias a las gestiones de mujeres y hombres que entienden que la reconstrucción no solo es de cemento. Es también emocional.

La marimba sigue latiendo gracias a Flor de Mangle, un colectivo cultural liderado por Leiver Nazareno, decimero, músico y formador comunitario. Desde el año 2000, este grupo se ha dedicado a preservar las tradiciones afroesmeraldeñas a través de la música, la danza y la poesía oral, convirtiéndose en un refugio para niñas, niños y jóvenes que han crecido en contextos marcados por la violencia, la pobreza y la migración.

En cada ensayo, en cada décima recitada, Flor de Mangle siembra pertenencia y esperanza, demostrando que el arte no solo recuerda lo que fuimos, sino que también puede construir lo que queremos ser.

Allí, en un espacio comunitario que alguna vez fue una cancha abandonada, se reúnen niñas y niños que han perdido casas, familias, certezas. La marimba les ofrece un lenguaje nuevo para nombrar el dolor y convertirlo en ritmo. En lugar de armas, llevan cununos. En vez de odio, llevan versos.

“Nosotros resistimos desde el arte. Aquí no solo enseñamos a tocar marimba o a recitar décimas, enseñamos a amar nuestras raíces, a no tener vergüenza de ser negros, a soñar distinto”, explica Leiver Nazareno.

Los talleres han ayudado a niños con crisis de ansiedad, a adolescentes tentados por las pandillas, a mujeres víctimas de violencia doméstica. Porque aquí, en este rincón del país, la marimba es más que un símbolo: es un sistema de contención emocional, una pedagogía ancestral que enseña a resistir sin renunciar a la alegría.

Construyen sus espacios

Los colectivos culturales no han tenido caminos fáciles. Sin apoyo institucional, han tenido que coser sus propios trajes, instrumentos e inventar sus espacios, porque saben que no solo están enseñando arte, sino que también están enseñando amor propio, pertenencia y dignidad a cientos de niños y jóvenes en Esmeraldas, Atacames y Muisne.

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