Mi amiga de trasnoche

Habremos cruzado palabras unas cuántas veces en los más de 35 años desde que nos vimos por primera vez. Yo, por supuesto, sentado en mi piano tocando alguna canción del momento frente al destello de mil luces sofocantes. Todavía no era la estrella que fue, pero ya irradiaba fulgores de grandeza. Ella tenía alguna idea de quién era yo: un músico joven que se abría paso. Pero yo ya la consideraba como una amiga, de esas que no necesitan que hagan algo tangible para empezar a quererla. Por esas cosas de la vida se dio la oportunidad de verla casi a diario, pero por las noches, a veces pasadita la medianoche. Como en alguna especie de serenata fantasmagórica, me fue cautivando y alimentando mi insomnio e hipnosis, pues ya durante el día no hacía otra cosa que esperar su nocturna aparición. El sitial que ocupaba se lo ganó a pulso. No le tenía miedo a ningún pelafustán. A cualquiera lo desafiaba con su firme convicción de su trasparente personalidad. Pertenecía al selecto grupo de los amigos del cerro, ese cerro que tanto le dio y al que tanto también dio... casi hasta la vida. Amiga (permíteme que te llame así), ¡cómo no serlo! Si una de las bases de la amistad es transmitir confianza y generosidad, pues pese a verte a través del cristal eso era lo que recibíamos, yo y los miles de seguidores que ansiosos esperábamos día a día tu presencia televisiva. Es poco lo que te escribo, te mereces millones de palabras. Pero estas, Tania, las digo con cariño.

Roberto Montalván Morla