Estudio. Hólger López aprendió el oficio con los técnicos que trabajaban junto a  su padre.

Oficios guayaquilenos en extincion

En medio del auge tecnológico, tres artesanos luchan por mantener vivas sus labores. Sus profesiones, todas heredadas, evocan al Guayaquil de hace más de 100 años

Cuando vio a su padre ‘jugar’ con enormes pedazos de hielo que humeaban sobre el suelo, a la vista de todos y en plena calle, Reinaldo Molina, guayaquileño de 44 años, sintió por un instante la necesidad de hacer muñecos de nieve o fabricar una escultura. Tenía apenas 5 años. Pero con aquellas moles en las que se deslizaba por las aceras (cada que no las vendían), jamás pensó vestir a su familia, educar a sus hijos.

“Jamás pensé que el oficio de papá, el de ser un pica hielo, me daría tantas cosas. Ser hielero no es lo más rentable, pero al menos nunca he dejado de tener empleo”, dice con una sonrisa benévola.

Reinaldo, a quien en el sector donte labora todos respetan, quizás por ser creyente o bastante pacífico -piensa-, o por por ser responsable (nunca ha asistido a una fiesta nocturna a causa de su horario de trabajo), se ha pasado los últimos 20 años de su vida vendiendo fragmentos de hielo en la calle Pío Montufar entre Clemente Ballén y Aguirre, centro de la ciudad. Es de los pocos que aún se dedica a ello en la ciudad. Que aún, con pico y pala y suma delicadeza, hurga en las entrañas gélidas del pedrusco blanco, como si fueran piedras preciosas.

“Quiero que mis clientes se sientan conformes, que no busquen lo que vendo en las grandes fábricas o supermercados”. Por eso madruga, retira 15 marquetas de hielo a la 01:00 en la fábrica Nevado, ubicada en el km 6,5 de la vía Daule. Y cerca de las 03:00 -de lunes a lunes- empieza a tajar sobre el piso, tal como se lo enseñó su padre, los bloques de metro y medio de largo y 120 libras de peso (cada uno) que una hora más tarde en una bicicleta, su hijo Ricardo de 16 años empieza a distribuir en depósitos, marisquerías y restaurantes que se levantan al interior de los mercados central y norte de Guayaquil.

Por lo general Reinaldo, a quien años atrás le cayó una de las moles sobre el pie derecho -él aún guarda fotografías del accidente por el que casi le mutilan uno de sus dedos- , vende las porciones envueltas en fundas o pequeños saquillos por setenta y cinco centavos, uno, dos o cuatro dólares. “Los comerciantes me piden hielo según la cantidad de alimentos que necesitan refrigerar”. Al final de la jornada, cerca de las 13:00, casi siempre recoge entre $ 70 y $ 90. Su ganancia en promedio de $ 56.

Para evitar que su mercancía se derrita, teniendo en cuenta que su última entrega la realiza pasadas las 11:00, el hombre de casi metro y medio de estatura, cubre las marquetas con un colosal forro de plástico negro y láminas de plywood. El proceso, según relata, la mantiene climatizada. “Es como si estuvieran en el Chimborazo”, dice al asegurar que tiene el mejor trabajo del mundo.

“Quienes nos dedicamos a esto somos contados por los dedos. ¿Sabe como me siento? Afortunado. Estamos manteniendo vigente una profesión casi desaparecida. Bonita. De antaño...”.

El reparador de las viejas máquinas de escribir

El peculiar sonido de las máquinas de escribir lo mantienen vivo. El olor a gasolina gastada para limpiar engranajes, las carcasas oxidadas y estructuras obsoletas de antiguas Royal, Remington y Adler, de casi 100 años de fabricación, le recuerdan que la tecnología no ha llegado para todos. Al menos no para él. Al menos no en su taller. Y así lo prefiere.

Hólger López Campaña, de 68 años, lleva casi cinco décadas reparando este tipo de reliquias. En su almacén ubicado en Pedro Moncayo 1013 entre Luque y Vélez, guarda una diversidad de ellas. Incluso una máquina registradora que, a decir por él, arregló a punta de ‘guaracasos’. “Fue la primera que tuve en mis manos”, dice. “La que me permitió ganar en un abrir y cerrar de ojos, 300 sucres”.

Hólger es arquitecto, pero se inclinó por el oficio de mecánico de precisión por su padre, quien vendía máquinas de oficina y prestaba servicio técnico a sus clientes.

En esos años la profesión no se enseñaba en Ecuador. “Yo la aprendí viendo, preguntando, ‘moneando’. Con mis primeros cachuelos gané un dineral. Era la época dorada, del boom de las máquinas de escribir. Me sentía en la gloria, entonces me dediqué definitivamente a esto”.

Hólger, quien debido a la llegada de las computadoras, desde 1990, restaura en su taller también máquinas eléctricas, sumadoras, contadoras de monedas, calculadoras de las antiguas y hasta relojes checadores, no lleva la cuenta de los aparatos que ha recompuesto.

Se limita a decir que son miles. “Los bancos, el Palacio de Justicia, los ministerios y las sedes del Seguro Social de Guayaquil, Quito y Cuenca eran mis clientes”. A algunos los mantiene. Todavía hay empresas y médicos que no aflojan sus aparatos, dice. “La gente, gracias a Dios, todavía es nostálgica. No las bota, las guarda como tesoros y eso me beneficia, es un indicador de que aún me quedan años para seguir trabajando”.

Los herreros de la Pío Montúfar

En medio del bullicio que se percibe en las calles Pío Montúfar entre Pedro Pablo Gómez y Alcedo, Pablo Sánchez se coloca una máscara protectora y empieza a trabajar. Corta un enorme hierro y por partes lo introduce en la hoguera, espera a que se caliente y a punta de martillazos, crea cinceles, patas de cabra, picos, ganchos, planchas para doblar varillas y barretas.

Él es uno de los herreros que laboran en el sector. Tiene 27 años y aprendió el oficio a los 10 bajo la guía de su padre, quien cada tarde -recuerda- luego de la escuela, lo ponía a golpear enormes estructuras y enseñaba a instaurar obras a fin de desarrollar su creatividad.

Pablo asegura que ejercer la profesión de herrero no es tan fácil como antes. “Competimos con los chinos y fábricas extranjeras descomunales. Antes las familias nos buscaban para hacer puertas, ventanas, lámparas y candelabros...”. Hoy la demanda es otra. Sin embargo subsisten porque aún hay gente que los busca por lo económicas que resultan sus obras.

“Esta profesión es de aguante y sacrificio, pero vale la pena. Con el hierro forjamos todo, incluso gran parte de la historia de Guayaquil”.