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Buenaventura
Niñas juegan afuera de su casa en el barrio Juan XXIII.Ernesto Guzmán

Una quimera llamada Buenaventura, con fronteras invisibles

Habitantes del puerto hablan de la tranquilidad en zonas donde reinaba el miedo. Sin embargo, pandillas siguen extorsionando.

Al Juan XXIII, uno de los barrios más peligrosos de Buenaventura, los taxis no llegaban y nadie se aventuraba a entrar, y aunque el comercio se reactivó y todos dicen alegrarse de la paz firmada entre las dos bandas que se disputaban esa zona, en voz baja confiesan sus recelos porque siguen las extorsiones y los pandilleros aún imponen su ley.

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En territorio de la banda de los ‘Shotas’, que hasta hace tres meses protagonizaban balaceras con los que algún día fueron sus compañeros, los ‘Espartanos’, se vive una aparente tranquilidad: los vecinos pintan las calles de esta ciudad del Pacífico colombiano para las fiestas decembrinas, el cielo está adornado con guirnaldas y los niños juegan.

Los comerciantes, como Bryan, se muestran contentos porque “ya no hay balaceras” y la gente llega al barrio incluso de noche, algo impensable hace unos meses. También Leandro, propietario de un almacén de ropa, celebra que “ya no hay fronteras invisibles”.

Los vecinos y comerciantes se muestran contentos con la tregua que ambos grupos firmaron a finales de septiembre pasado tras una escalada de violencia que había confinado a los barrios disputados. Las balas eran disparadas a cualquier hora del día, de improvisto, y no distinguían entre ‘Shotas’ y ‘Espartanos’, entre civiles y pandilleros.

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Un vehículo de la Armada Nacional de Colombia prestando seguridad en Buenaventura.ERNESTO GUZMÁN JR / efe

“A las 12 ya no se podía estar acá”, relata una de las mujeres que ofrece diariamente pescado fresco y que durante la época más dura de los enfrentamientos dejó de trabajar y se encerró en casa durante 15 días. Es un sentimiento compartido: “ni la pandemia nos confinó tanto como la guerra”, se escucha en la frontera entre el barrio Juan XXIII y el San Francisco.

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Pero al adentrarse un par de calles más allá del eje comercial los recelos se hacen más latentes, las sospechas se incrementan y no es confortable seguir recorriendo las calles del “Juancho” o del San Francisco. Cuando no conocen a quien se ha sumergido en su barrio este es cordialmente invitado a salir. Sin amenazas, sin presiones, pero con autoridad.

Los vecinos, cuando el celular deja de grabar sus declaraciones, no dudan en bajar la voz y avisar: aunque la violencia ha disminuido, la asfixiante presión de los grupos todavía es latente y no los deja vivir su vida con normalidad. Temen hablar con visitantes por miedo a recibir una visita en casa por la tarde, hay ‘informantes’ en las esquinas.

Una de las denuncias que más persiste después de la tregua es que las bandas siguen reclutando a niños y adolescentes para ‘informar’, para ser pequeños espías que garanticen que el ‘status quo’, que las fronteras invisibles no se desdibujen pese al anhelo de los vecinos.

Las fronteras invisibles son divisiones imaginarias en un territorio, trazadas por actores armados que obligan a la población civil a vivir bajo las dinámicas del conflicto, y son el obstáculo más difícil de superar.