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Moreno deja el palacio con un silencio discreto

A diferencia de Correa, rehúye al protagonismo en el relevo.  Lasso, arropado por la familia y la carga política de sus invitados

Lenín Moreno sale de Carondelet por última vez, 24 de mayo 2021
Salida. Lenín Moreno sale de Carondelet por última vez y se dirige a la investidura de Guillermo LassoKARINA DEFAS

El protocolo es piadoso: evita malos ratos a los presidentes entrante y saliente durante la ceremonia de transmisión de mando. Cuando el primero toma la palabra el segundo ya debió abandonar la sala, dejándole en libertad para criticarlo a sus anchas. Gracias a ello, Lenín Moreno se ahorró en esta ocasión la vergüenza de oír a su sucesor aquello de que “el pueblo ecuatoriano es el mejor pueblo a que un presidente puede aspirar”, clara alusión a la frase “ojalá yo tuviera un mejor pueblo”, quizá la más inconveniente de sus cuatro años de gobierno.

Por lo demás, Moreno mantuvo un perfil bajo durante la ceremonia. Todo lo contrario de lo que ocurrió hace cuatro años, cuando el presidente saliente Rafael Correa se las arregló para ser el auténtico protagonista de la fiesta: él, que había designado un sucesor y le entregaba el mando con el encargo de mantener vivo su legado. Ayer, Moreno entró por detrás de Guillermo Lasso, no dijo una palabra, casi no se dejó ver y se despidió del nuevo presidente con frialdad inocultable. Se retiró en compañía de su mujer, estrechando pocas manos y entre los abucheos de los correístas, famosos por haber reducido el arte de la retórica a la práctica del grito.

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“¡Moreno nunca más!, vociferaron, mientras exhibían pañuelos negros triangulares donde llevaban escrita la misma frase y que se convirtió con facilidad en carne de meme: “Dónde están mis sánduches”, fue solo una de las frases con la que algunos internautas sustituyeron su consigna. Preocupados exclusivamente por posicionar la idea de que el gobierno de Moreno fue peor que el de ellos (algo difícil de creer), los asambleístas del correísmo presentes en el acto no repararon en el hecho de que Guillermo Lasso, sin mencionarlos, los destrozó con guante blanco en su discurso inaugural.

Cargada de detalles como este, imprevistos y significativos, estuvo la jornada. La imagen del presidente recién juramentado abandonando el recinto parlamentario con el apoyo (pues lo necesita para caminar) de la presidenta de la Asamblea, Guadalupe Llori, bien podría ser tomada como un momento premonitorio de lo que será su gobierno. Lasso no tiene un bloque legislativo fuerte y de sus buenas relaciones con Llori dependerán sus principales proyectos. El resto del tiempo fue su esposa, María de Lourdes Alcívar, quien le sirvió de sostén. Lasso, víctima de dolencias espinales, necesita bastón y lazarillo.

En la pareja presidencial, la primera dama es todo un carácter bien definido. Cuando su esposo fue investido con las prendas simbólicas de la Presidencia, su preocupación por acomodárselas a la perfección, por plancharle puntillosamente la banda sobre el hombro, por enderezarle la medalla y centrarla sobre el pecho, como si se dispusiera a despacharlo para una fiesta antes de hacerle la señal de la cruz sobre la frente, revela un nivel de abnegación que solo se compadece con aquella frase pasada de moda por obvias razones que dice “detrás de cada hombre hay una gran mujer”.

La señal de la cruz se la practicó ella misma ante la multitud que los esperaba en la Plaza Grande. Mientras su esposo saludaba desde el pretil de Carondelet, María de Lourdes Alcívar señalaba al cielo, fuente de todas sus venturas, y se santiguaba con expresión de júbilo. Madre católica. Y familia numerosa, que esperó al nuevo presidente en la puerta de la sede legislativa e ingresó con él. Arropado estuvo también Lasso por otra familia, la de líderes internacionales como el rey Felipe VI de España, el expresidente español José María Aznar -guía en sus primeras contiendas electorales- y del mandatario brasileño Jair Bolsonaro. Se quedó, eso sí, sin la compañía de sus ahora homólogos de Colombia y Chile. Para ahorrarse la carga simbólica de las protestas vecinas.

Discreta ceremonia, dentro de lo que cabe. Sin granaderos montados haciendo guardia por horas en la sede legislativa y dejando la explanada de acceso con olor a estiércol de caballo. Sin vehículo militar todoterreno recorriendo lentamente las avenidas entre el despliegue de motociclistas de la Policía vestidos de parada, mientras el presidente saluda a diestra y siniestra y se deja aclamar por una multitud de personas contratadas para el efecto. Sin interminables ceremonias de dudosa ancestralidad shamánica, sin folcloristas emponchados martirizando cadáveres de armadillo, sin Patria-Tierra-Sagrada, sin Venceremos, sin la espada de Bolivar... En fin: sin Rafael Correa.

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