Carreteras que matan

Carreteras que matan

Las Colinas, una ciudadela de Zapotal, llevaba la vida de un barrio cualquiera hasta que un tramo de la autopista Guayaquil-Salinas la dividió en dos. Había tranquilidad y la gente se moría de ancianidad, cuando no por un repentino problema en su salud

Las Colinas, una ciudadela de Zapotal, llevaba la vida de un barrio cualquiera hasta que un tramo de la autopista Guayaquil-Salinas la dividió en dos. Había tranquilidad y la gente se moría de ancianidad, cuando no por un repentino problema en su salud. Pero nada más.

En Las Colinas aquello de pasar de una acera a la otra era una cuestión cotidiana, sencilla, hasta que todo se complicó a partir de enero del 2007 al inaugurarse la autopista. De tal forma que solo en los últimos cinco años ese acto de ir de un lado a otro se volvió un asunto de cuidados extremos: 12 personas se quedaron a medio camino de cumplir esa rutina. Iban de sus casas a la tienda o al sitio donde se reunían con sus amigos o simplemente de regreso del colegio.

Así murió un menor, en febrero del 2015. También Tomás López. Alguien más del que se desconoce su nombre. Son partes de números fríos: 12 en cinco años. Unos cuantos se salvaron. Todos fueron arrollados por uno de los 11.536 carros (cuando no es temporada playera) que según cálculos circulan cada día por una carretera en la que el máximo de velocidad es 100 kilómetros por hora, cuando no circulan sobre los 120 o más.

Son vehículos que vuelan, mientras el común de las personas que habitan en pueblos asentados junto a esta autopista apenas apresuran el paso.

De Guayaquil a Santa Elena hay nueve poblaciones de más de 500 habitantes. Sus pobladores aprendieron a estar atentos a ese ir y venir de los carros que viajan rumbo a ambos extremos de la carretera. Casi el 75 % viaja hacia las ciudades de ambos extremos a trabajar, hacer compras y educarse.

Pero no es suficiente, la convivencia tiene riesgos. En cada pueblo la memoria sobre personas atropelladas en los últimos cinco años habla de tantas muertes.

Lo tiene El Consuelo, que está justo a un costado de una prolongada curva, a la altura del kilómetro 40. “No es fácil divisar los carros que vienen por ambos carriles”, explica Patricio Bohórquez, uno de sus habitantes, pero la necesidad de cruzar la carretera siempre es indispensable. “Lo peor es en los feriados y los fines de semana de la temporada (playera). Hay caravanas de carros y uno espera de diez (minutos) a media hora”, agrega Víctor Valencia, el presidente de la comunidad.

A 12 y a 13 kilómetros están Cerecita y San Isidro, donde el panorama no cambia: el grado de dependencia se mantiene y el riesgo no varía. En Cerecita hubo seis atropellamientos. Uno de ellos sucedió hace dos semanas. El joven había llegado a visitar a sus familiares. Sobrevivió. Hace cuatro años falleció el niño Luis Alberto. “Volvía de la escuela”, cuenta Alejo Alvarado, su hermano. En San Isidro, Luis Borbor Muñoz dice que este año hubo cinco atropellamientos.

Entre Olmedo, Sucre, Villingota, Buenos Aires y Zapotal la carretera mantiene esa relación de muertes. Hace cinco meses, dos adultos mayores que volvían de Sucre a La Libertad fueron embestidos antes de salvar ese cerco imaginario que es la carretera. Él (Mariano Zambrano, de 75 años) murió. Ella sobrevivió.

Sin embargo, no es posible desentenderse de la carretera. En ese ir y venir de vehículos se sustenta también la vida.