Letra muerta

En estos casos, la inexperiencia es tan perniciosa como la estulticia y la lisonja, el bálsamo de los traidores.
Fue plausible que el presidente Lasso, desde el inicio de su mandato, haya dictado un código de ética. Se suponía que todos los servidores de la administración pública -y sobre todo de su gobierno- debían cumplirlo. Pero, al parecer, ese Decreto Ejecutivo Nº 4 no fue más que un aviso publicitario, un papel pegado en la pared.
Se suponía también que ese código establecía las normas de comportamiento ético gubernamental. Es decir, el presidente condicionó de modo expreso la conducta -en lo público- de sus colaboradores. Fijó varias prohibiciones, por ejemplo, la de autocontratación directa o indirecta (nepotismo) e incluso las relativas a los conflictos de interés. Les impuso un deber de lealtad y transparencia con la cosa pública. Los obligó a anteponer los intereses públicos a los privados. Definió las virtudes y hasta la aptitud con la que debían acceder a los cargos y cómo ejercerlos.
Pero los recientes escándalos de corruptela en empresas públicas, que además salpican a ministros y subsecretarios (nombrados en este gobierno), dan cuenta de que ninguno de ellos, en verdad, juró lealtad con la patria, menos aún con su presidente. Reflejan que los controles de ese código de ética y su implementación eran de humo.
Lo que se escucha en los audios difundidos muestra que la podredumbre moral es más fuerte que cualquier principio de responsabilidad o lealtad. Que la idoneidad para un cargo no radica en la calidad o cantidad de títulos que de universidades de primer mundo se obtengan, sino en algo -al parecer- mucho más complejo de exigir: una conciencia limpia.
¿Dónde estuvo la Secretaría General de la Administración Pública al momento de escoger estos perfiles? ¿Se supervisó, efectivamente, el cumplimiento de cada una de las disposiciones contenidas en ese código de ética? ¿Acaso la Secretaría de Política Pública Anticorrupción formó parte de estos controles?
En estos casos, la inexperiencia es tan perniciosa como la estulticia y la lisonja, el bálsamo de los traidores. El presidente -como responsable de la administración pública central- debe reformar su código de ética, ponerle ‘dientes’ y hacerlo una herramienta de depuración real.
Y eso deben tomárselo en serio o tendrán a la Fiscalía como eterno inquilino en Carondelet.