
Guayaquil despide al maestro del violín que formó generaciones de músicos
Falleció Rubén Manrique del Pozo, quien fue primer violín en la Orquesta Sinfónica de Guayaquil
Esta mañana, domingo 1 de junio de 2025, Guayaquil amaneció en un tono menor. A los 86 años, partió Rubén Manrique del Pozo, un violinista de alma generosa y vocación inquebrantable, miembro de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil por 25 años, maestro incansable de generaciones que aún llevan su música en el corazón.
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Su historia comenzó con un sueño sencillo y profundo: un violín comprado con 56 sucres prestados por su tío, símbolo de la fe que otros depositaron en él y que él supo devolver con creces. No fue solo intérprete, fue sembrador de armonía, de disciplina y de sensibilidad.
Durante décadas, su enseñanza floreció en aulas que se convirtieron en escenarios de inspiración: el Francisco Campos Coello, el Augusto Mendoza, el Liceo Naval, el Guayaquil (ahora Instituto Superior Tecnológico Guayaquil), los Sagrados Corazones y la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Allí, entre partituras y miradas jóvenes, formó no solo músicos, sino seres humanos sensibles a la belleza y al valor del esfuerzo.
Ya jubilado, no colgó su alma de músico. Seguía reuniéndose con sus exalumnas para ensayar melodías patrias y villancicos que daban sentido a las celebraciones de la fundación de Guayaquil, la independencia y la Navidad. Porque para él, la música era un acto de amor a la ciudad, a la memoria, al país.
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Hoy, su violín guarda silencio, pero su legado vibra en cada nota que tocan quienes aprendieron a amar la música bajo su guía.

Un patriarca de un clan de músicos
En cada cuerda de su violín, Rubén Manrique llevaba una historia, una memoria y un sueño cumplido a través del arte. Hoy, Guayaquil despide al maestro con la frente alta y el corazón conmovido: se ha apagado su voz, pero su música permanece.
Fue el tercero y último hijo del hogar formado por la quiteña Marieta del Pozo y el guayaquileño Carlos Manrique Izquieta, sobrino nieto del ilustre doctor Leopoldo Izquieta Pérez, pionero de la medicina tropical en el país. Aunque la herencia familiar pesaba con historia y ciencia, Rubén eligió el lenguaje invisible de las notas para dejar su huella.
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A los 17 años tocó por primera vez las puertas del Conservatorio de Música Antonio Neumane. No le fue fácil: la matrícula le fue negada por su edad, pero su perseverancia –esa que sería el hilo conductor de su vida– lo llevó a cruzar el umbral que cambiaría su destino. Allí comenzó a forjarse el músico, el maestro, el alma generosa que sembraría belleza en decenas de escenarios y aulas.

Pero su más profundo orgullo fue su familia. Su esposa, Carlota, quien lo cuidó siempre con amor y fue su cómplice en la tarea de defender y sembrar para existan nuevos músicos. Sus hijos: Rodolfo, violonchelista; Carlota, psiquiatra y pianista; Rubén y Paola, violinistas. Paola, concertista internacional, recibió en 2009 el título de Coronel de Kentucky, el más alto honor civil que otorga el gobernador de ese estado norteamericano, en reconocimiento a su contribución cultural. Como su padre, Paola se ha dedicado a enseñar música a los niños, llevando el legado del maestro Manrique más allá de fronteras.
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Rubén Manrique no solo enseñó a tocar un instrumento musical. Enseñó a sentir, a escuchar, a creer. Y ese eco no morirá jamás.
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