Richard Carapaz dio una clase magistral. Puso en la balanza sus fortalezas y debilidades, las conjugó con el entorno y encontró la estrategia ideal para quedarse con la medalla de oro del ciclismo de ruta en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.

Fue algo muy calculado. Él se mantuvo en una parte secundaria del pelotón, cuidando las piernas y reservando la energía para los momentos cumbres. Jamás se preocupó por los escapados y tampoco intentó alguna fuga. Junto a Jhonatan Narváez se sintió cómodo en un papel secundario, dejando que los demás hagan ataques y defensas. Después de todo, el fuerte calor obligó a varios ciclistas a tomar recaudos porque el consumo de energía fue mayor al esperado.

Eso sí, se preocupó de seguir siempre cerca, de mantener una distancia remontable y de ajustar la velocidad en sus fuertes, como en los ascensos. Hasta que llegó al Mikuni Pass. Allí empezó todo. Silenciosamente se mantuvo en ese quiebre total, donde varios de la élite se consolidaron como candidatos a la presea. Y cuando menos se lo esperaron, a 23 kilómetros de la meta, él atacó junto al estadounidense Brandon McNulty.

Su despegue fue tan fuerte que no hubo respuesta. Además, con el norteamericano nació un pacto no hablado para colaborarse y aumentar la diferencia con relación al pelotón, al punto de abrir un hueco de hasta 47 segundos. Carapaz se apoyó de McNulty en el descenso, pero cuando tuvo la oportunidad, en una pequeña subida, lanzó su segundo y definitivo ataque.

El carchense aceleró lo más que pudo, ya que el plano no es su terreno más fuerte y en varias ocasiones, de las diferentes vueltas, fue remontado en los trayectos finales, pero esta vez no lo permitió, aceleró, hizo respetar la ventaja y entró primero a la línea, levantando los brazos, sacudiéndose de la emoción y demostrando que es uno de los mejores del mundo.