La majestad del poder

Por la magnitud de la crisis ética por la que atraviesa el Ecuador, no resulta inapropiado reflexionar sobre ella en domingo.

Al contrario, el día del Señor deviene en propicio. Recientes expresiones del papa Francisco sobre la corrupción y los deberes de los cristianos en su combate, establecen un marco adecuado del cual convendría no escapar, puesto que ilumina una situación tenebrosa. Entre nosotros, también los obispos, luego de señalar que “nuestro pueblo siente vergüenza y dolor ante el espectáculo que en estos días se le ofrece desde la vida política”, han invitado, en cuanto a corrupción, a “que ninguno de los ecuatorianos la justifique, la tolere o a relativice.”

La invocación resulta necesaria dado que un cinismo creciente permite escuchar expresiones que lo intentan. Cual más cual menos suelta con impudicia grotescos “¿cuándo no ha sido así?”, equiparando lo actual con acontecimientos del pasado. Resulta inaceptable que, fomentada desde las altas esferas gubernamentales, la corrupción haya devenido en norma de comportamiento cotidiano, justificándola llamando “acuerdo entre privados” a las coimas o “propinitas” a los sobornos.

Hoy, cuando entre el presidente de la Asamblea Legislativa y un excontralor prófugo se escenifica un diálogo que involucra al fiscal de la Nación y la más desfachatada inercia es la respuesta de los ‘padres de la patria’, cabe reclamar un mínimo de respeto a lo que antiguamente se denominaba la majestad del poder. Cabe exigir al menos un poco de pudor en los comportamientos. La Asamblea Legislativa debería estar impedida de sesionar mientras la presida un legislador que se manifiesta íntimo de un prófugo de la justicia acusado de múltiples actos de corrupción. Ningún cálculo político respecto a las consecuencias de un acto mínimo de dignidad legislativa, debería impedir realizarlo. Lo más grave que le puede ocurrir al parlamento es que pierda su majestad derivada de la representación popular para pasar a ser apenas un mercado donde se negocian las ganancias, las “tronchas” dice el pueblo, mientras agoniza la ética pública.

Lo que está pasando en el Ecuador es grave, sumamente grave, y si no hay una reacción mayoritaria de las fuerzas políticas que se escabullen de sus obligaciones, corren el riesgo de que el soberano las despoje de sus cargos.

Por la magnitud de la crisis ética por la que atraviesa el Ecuador, no resulta inapropiado reflexionar sobre ella en domingo.

Al contrario, el día del Señor deviene en propicio. Recientes expresiones del papa Francisco sobre la corrupción y los deberes de los cristianos en su combate, establecen un marco adecuado del cual convendría no escapar, puesto que ilumina una situación tenebrosa. Entre nosotros, también los obispos, luego de señalar que “nuestro pueblo siente vergüenza y dolor ante el espectáculo que en estos días se le ofrece desde la vida política”, han invitado, en cuanto a corrupción, a “que ninguno de los ecuatorianos la justifique, la tolere o a relativice.”

La invocación resulta necesaria dado que un cinismo creciente permite escuchar expresiones que lo intentan. Cual más cual menos suelta con impudicia grotescos “¿cuándo no ha sido así?”, equiparando lo actual con acontecimientos del pasado. Resulta inaceptable que, fomentada desde las altas esferas gubernamentales, la corrupción haya devenido en norma de comportamiento cotidiano, justificándola llamando “acuerdo entre privados” a las coimas o “propinitas” a los sobornos.

Hoy, cuando entre el presidente de la Asamblea Legislativa y un excontralor prófugo se escenifica un diálogo que involucra al fiscal de la Nación y la más desfachatada inercia es la respuesta de los ‘padres de la patria’, cabe reclamar un mínimo de respeto a lo que antiguamente se denominaba la majestad del poder. Cabe exigir al menos un poco de pudor en los comportamientos. La Asamblea Legislativa debería estar impedida de sesionar mientras la presida un legislador que se manifiesta íntimo de un prófugo de la justicia acusado de múltiples actos de corrupción. Ningún cálculo político respecto a las consecuencias de un acto mínimo de dignidad legislativa, debería impedir realizarlo. Lo más grave que le puede ocurrir al parlamento es que pierda su majestad derivada de la representación popular para pasar a ser apenas un mercado donde se negocian las ganancias, las “tronchas” dice el pueblo, mientras agoniza la ética pública.

Lo que está pasando en el Ecuador es grave, sumamente grave, y si no hay una reacción mayoritaria de las fuerzas políticas que se escabullen de sus obligaciones, corren el riesgo de que el soberano las despoje de sus cargos.