Futuro impredecible
Pronosticar nuestro futuro no sirve de mucho. Suele ser petulante escribir la historia de las cosas que aún no ocurren. Pero sí podemos reflexionar sobre lo que acontece y expresar nuestros anhelos y temores, así como nuestras aprobaciones y repudios.
El comunismo triunfó en Rusia con sus hermosos postulados socialistas e inauguró una corriente que pronto se regó por el planeta. La aparente similitud de sus dogmas con los de algunas religiones era sugestiva; pero lo que eran normas de conducta humana y de amor al prójimo en las religiones, se tradujo en aberración política y odio de clases en el marxismo. Para colmo, a la utopía se sumó otro factor humano: detrás del cacareado colectivismo se escondía la ambición y la codicia del individuo, dando lugar a una clase corrupta que no cesaba de alardear de revolucionaria. Una clase que ejerció el gobierno para imponer y nunca para servir. Tal estigma no desapareció cuando esos gobiernos sucumbieron, pues esa ideología sigue envenenando a algunos países, donde sobrevive con ridículos membretes y se alimenta de la problemática social que no se resuelve ni le conviene resolver. La pobreza popular es su gran sostén político, evidenciando un oscurantismo ideológico que cree contrarrestar con el martillar publicitario y fascistoide que satura el ámbito social con sus ofertas mesiánicas.
Ese es el caso de Ecuador, cuyo Gobierno está atado ideológica y emocionalmente con aquellos que se adelantaron en la adopción de tan nefasta utopía. Venezuela, su más cercano socio y amigo, se deshace en la bancarrota moral y económica, con un Maduro que es la viva imagen de ese grotesco oscurantismo ideológico. Si Maduro es para Correa el ejemplo a seguir, sería entonces posible predecir nuestro desastre. Recordemos que el chavismo y sus seguidores han impulsado un seudonacionalismo ceñido al viejo libreto comunista de que “ los demás deben cambiar y lo nuestro es intocable”. Nunca han aceptado que la globalización, la internacionalización de las relaciones entre gobiernos y entre estos y particulares, así como los avances científicos y tecnológicos a los que accedemos, han relegado al nacionalismo al pasado. Un pasado que solo subsiste en temas deportivos y en manifestaciones artísticas, literarias, etcétera, que concitan el orgullo de sus conciudadanos. El nacionalismo político, económico y social se ha convertido en “la cultura del inculto”, citando expresiones de Vargas Llosa. El inculto (más aún si es pobre y frustrado) vibra y se agita con cualquier argumentación nacionalista y patriotera de un demagogo que anuncie acabar con sus frustraciones y ofrezca destruir a los causantes de nuestro infortunio, como la partidocracia, la burguesía capitalista, el capital mismo, el imperialismo yanqui, los aprovechados vecinos, etcétera. Siempre otros. Nunca nosotros. Correa, tras nueve años de pertinaces y furiosos discursos estatistas, no ha cesado de despotricar de ciertas modalidades laborales que le parecían oprobiosas. Esta vez ha anunciado ciertas concesiones que coincidirían con su retiro. Es alentador que pronto dejemos de contar con él; pero no es solo Correa sino el correísmo el que debe desaparecer del escenario político ecuatoriano. Quienes han dejado de creer en Correa y su movimiento, cada vez son más. “Muchísimos más”, según sus acostumbradas palabras.
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