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Debate Presidencial,10 ene. 21
Doble jornada. Entre el sábado y el domingo, los 16 candidatos expusieron (otra vez) sus planes de gobierno.EXPRESO

El Ecuador no debate: va a misa

No hay que echarle la culpa a la cantidad de candidatos.  El problema es que al establecimiento político ecuatoriano no le gustan los debates. 

Ruido. Todo el tiempo. Los micrófonos están colocados de tal modo que captan el siseo de cada movimiento (el frufrú de las telas, dirían los franceses) pero sobre todo el estrépito de las manos de los moderadores cuando hurgan en la pecera (pomposamente bautizada como ánfora), cuando rasgan los sobres, cuando desdoblan los papeles… Ese rumor constante y francamente molesto que acompaña las dos jornadas del debate presidencial, subraya la cargosa ineficacia del procedimiento: preparar preguntas secretas y sortearlas entre los candidatos. Como si diera lo mismo preguntarle cualquier cosa a cualquiera de ellos. La verdad es que no sirve para mucho. Sin embargo, eso parece ser exactamente lo que los candidatos esperan y lo que el establecimiento político ecuatoriano entiende por debate.

No tiene nada de extraño que el Consejo Nacional Electoral decidiera eliminar a última hora las repreguntas inmediatas. Tan a última hora que el video sobre las reglas del debate que se proyectó al principio de las transmisiones, tanto el sábado como el domingo, todavía incluía la posibilidad de plantearlas: “El moderador -decía el instructivo- leerá la pregunta y el candidato tendrá dos minutos para contestar. Inmediatamente el moderador dará paso a una repregunta”. No ocurrió así: las repreguntas no fueron inmediatas sino que se convirtieron en una nueva ronda de preguntas, con lo cual perdieron su esencia. Parece que a Lolo Echeverría, designado originalmente como moderador junto a Ruth del Salto, no le agradó ese cambio, así que el CNE optó por una solución expeditiva: despachó a Echeverría y lo sustituyó por Andrés Jungbluth.

Aun así hubo quejas. El sábado, en las horas previas al inicio de la primera parte del debate, el correísta Andrés Arauz publicó un manifiesto de dos páginas en el que protestó, entre otras cosas, porque la elección del sobre cerrado en la pecera correría por cuenta del moderador, no del candidato. Arauz quería meter la manito y sacar el sobrecito. Lo contrario le parecía indignante. También se escandalizó por el hecho de que hubiera un cambio en el orden de los temas. No contento con que se los dieran de antemano, le pareció intolerable que el tema “Asuntos internacionales”, por ejemplo, pasara del cuarto al segundo puesto. “Esto demuestra que están desesperados ante la inminente victoria del Binomio de la Esperanza”, escribió con una puerilidad que no habla muy bien de su inteligencia. Dice estar preparado para ejercer la Presidencia pero se le cae el mundo si le cambian el orden de las preguntas.

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También Carlos Sagnay, el candidato de Fuerza Ecuador, tuvo un problema con el procedimiento, sólo que en su caso ocurrió en directo y en plena transmisión. La noche del domingo, Andrés Jungbluth lo sorprendió con la repregunta más incómoda de cuantas se plantearon a cualquier candidato a lo largo de todo el debate: “Candidato, ¿cuánto le suma o le resta que los líderes de su partido, FE (es decir, Abdalá Bucaram y su familia), estén procesados judicialmente?”. “No lo vi sacar la pregunta del ánfora”, reaccionó Sagnay con actitud de negarse a responder. Jungbluth le explicó que las repreguntas no vienen en sobre cerrado. El candidato de FE ni siquiera se había dado cuenta de ese detalle. Por supuesto, no contestó: despachó un discurso sobre la oligarquía y la fuerza de los pobres.

No contestar y despachar discursos. No contestar y cambiar de tema. O contestar en una frase y utilizar el resto del tiempo para hablar de cualquier otra cosa. Ese fue el recurso más socorrido de todos los candidatos. Si en el primer debate, el de diario El Comercio, se lamentó que las preguntas concretas fueran sustituidas por temas generales, en este quedó claro que la operación inversa, sustituir los temas generales por preguntas concretas, arroja exactamente el mismo resultado: los candidatos están ahí con un guion propio y ninguna pregunta les va a distraer del cometido de cumplirlo. Candidatos que respondieron a lo que se les preguntó fueron pocos y lo hicieron de manera ocasional, excepcional incluso. Por supuesto, el formato les facilitó las cosas. Incluso vimos a los moderadores agradecer a los candidatos luego de que éstos se tomaran dos minutos para no responder a sus preguntas. En una entrevista normal o en un debate propiamente dicho, cuando la persona a quien se le plantea una pregunta evade la respuesta, el moderador lo interrumpe o le insiste. Esas dos posibilidades están vedadas en este caso.

¿Por qué ocurre esto? Porque en la cultura electoral ecuatoriana, cuyas perversiones están a la vista de todos, un debate es un procedimiento extremadamente ritualizado cuyos protocolos son estrictos y no tienen por objetivo contribuir a la confrontación de ideas sino preservar un espacio de igualdad para todos. Ese espacio de igualdad (en el que nadie es interrumpido aunque evada la respuesta, nadie es repreguntado aunque responda a medias, nadie es refutado aunque mienta y todos se someten al juego de las preguntas elegidas al azar) funciona como un confortable útero (aséptico, acolchado, insonorizado) donde los candidatos se sienten protegidos de las maldades y perversiones de la conversación pública. Protegidos incluso de la necesidad de debatir entre sí: pueden perfectamente acudir al debate para no debatir con nadie. De hecho, eso es exactamente lo que hacen casi todos.

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En la conversación pública se discute, por ejemplo, sobre la populista oferta del candidato correísta de regalar mil dólares a un millón de ecuatorianos. Se sabe que es una oferta imposible de cumplir. ¿Cuál es el espacio adecuado para someterla a examen y a crítica? El debate, por supuesto, ¿cuál otro podría ser? Pero no. El debate, precisamente, es el espacio donde el candidato correísta se da el lujo de repetir por enésima vez esa promesa y lo hace absolutamente protegido de cualquier examen y cualquier crítica. Así ocurrió el domingo. El debate está diseñado de tal manera que lo único que garantiza es que los comparecientes gocen de exactamente la misma cantidad de tiempo para no debatir.

Es el protocolo de las preguntas sorteadas al azar lo que garantiza esta impunidad. Las preguntas sorteadas al azar sólo pueden conducir a la presentación de los planes de gobierno, tarea inoficiosa porque los planes de gobierno son públicos desde hace meses. Un debate de verdad da por conocidos los planes de gobierno y busca someterlos a discusión. Cuenta, para eso, con preguntas específicamente diseñadas para cada candidato. En este caso, se podría confrontar al correísta con la imposibilidad de cumplir su oferta de los mil dólares: señor Arauz, usted promete regalar mil millones echando mano de las reservas del Banco Central del Ecuador, ¿sabe que un presidente no puede disponer libremente de esa plata? Con eso y la posibilidad de repreguntar de inmediato, más un mecanismo flexible que permita la interacción entre los candidatos, tendríamos un debate. Pero eso es lo que nadie quiere. No hay que echarle la culpa a la cantidad de candidatos; ni siquiera hay que echarle la culpa a la calidad de los candidatos. El problema es que al establecimiento político ecuatoriano no le gustan los debates. Prefiere las misas.