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Chile: 100 días de fuego y flores

Prosiguen las movilizaciones en la capital chilena. Como en Ecuador, oportunistas se adueñan de las marchas

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Las protestas dejan piezas de arte contemporáneo y algunas muestras de vandalismoRoberto Aguilar

Se cumplen cien días desde el inicio de la explosión social en Chile. En la Plaza Italia, epicentro de las manifestaciones en el corazón de Santiago, tiene lugar una convocatoria ostensiblemente pacífica: músicos, teatreros, bailarines despliegan sus habilidades en un happening masivo. Hay saxofonistas y trombonistas con trajes negros y máscaras de calavera; un conjunto de mujeres con pañuelos rojos coreografiando una canción de Violeta Parra; solistas del violín o la trompeta… El lugar, uno de los puntos emblemáticos del desarrollo urbanístico y vial de la capital chilena, es territorio tomado. El trasiego de cien días de manifestaciones lo ha reducido a un descampado de tierra y escombros. Donde había una extensión de hierba, hoy queda un terreno seco y yermo. Las veredas de las avenidas confluentes no existen más, han sido picadas y levantadas. La estación del metro adyacente, Baquedano, inhabilitada por la destrucción, es un urinario público. Durante el día, a las horas de más calor, la nube de polvo y tierra que levanta el viento de verano se observa a kilómetros.

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Invención y destrucción: los dos rostros de la rebelión chilena. A la estatua ecuestre del general Baquedano, centro geométrico de la Plaza Italia (que es el centro político del descontento) no la han vandalizado en el sentido estricto de la palabra: la han intervenido. Lucen el caballero y su corcel, desde la punta de la cabeza del humano hasta los cascos del equino, los colores del arco iris finamente trazados: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta… Y los muros de las edificaciones de la Alameda, la gran avenida de ocho carriles que conduce a la plaza desde el centro de la ciudad, son una auténtica galería de arte: serigrafías, impresiones gigantes de diseño vanguardista, grandes figuras silueteadas (papel pegado sobre la pared) de motivos barrocos, neoclásicos, expresionistas, posmodernos…

Un perfil de Liz Taylor en el papel de Cleopatra besa a un encapuchado sobre la inscripción “It’s a match”; Quentin Tarantino y Brad Pitt sostienen un cartel que reza “Malditos bastardos”; un ángel neoclásico, directamente extraído de un cuadro de Murillo, sentado sobre un ejemplar de la Constitución Política del Estado, se desdobla como en un sueño y surge un querubín que asciende a los cielos con una cinta en bandolera donde se lee: “Nueva Constitución”. Pero lo que más abunda son los perros negros: mansos o rabiosos, hiperrealistas, cubistas, futuristas… El perro negro (el perro callejero por antonomasia en el imaginario chileno) es el emblema de la revuelta.

Alguien tendría que documentar esta explosión de arte espontáneo e, inevitablemente, efímero. Y recoger también los grafitis pintados a mano alzada que cubren los muros de los edificios hasta la saturación. Los hay, claro, violentos (“Muerte a los pacos”), groseramente ideológicos (“Sí hay guerra y es de clases”), justicieros (“Aborta al paco violador”), irritantes (“Nicho del arte capitalista”, en las paredes del Museo de Bellas Artes) pero también poéticos, sugerentes, humorísticos: “Cuida tu fuego”; “Quién te quitó la curiosidad”; “No sentir rabia es un privilegio”; “Odio a los pacos, amo a mi abuela”; “Pelea como un perro negro”… Es la versión chilena de mayo del 68, con todas sus fantasías y sus obtusas ortodoxias. Hay que decirlo de una vez: esto no se parece en nada a la revuelta de octubre en Ecuador. O sí, en algo: en los oportunistas que quieren aprovechar la situación.

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Es el día cien de las protestas. Son las seis de la tarde, el sol está aún alto y hace un calor de mil demonios. Tres o cuatro mil jóvenes marchan por Alameda hacia la Plaza Italia. Los enfrentamientos comienzan a la altura de la Universidad Católica. Aunque la rotonda del general Baquedano, a pocas cuadras, ya está ocupada por músicos y teatreros, los carabineros no quieren ceder el paso hasta allá a una multitud que no pueden controlar. Desde la madrugada (esto es inédito) se ocuparon en bloquear la avenida con muros portátiles de concreto que terminarán la jornada cubiertos de grafiti. Ahora, disparan al cielo sus bombas lacrimógenas. Uno de ellos acaba de ser encausado por uso excesivo de la fuerza (es el primero): disparó un proyectil directamente al rostro de un manifestante y lo dejó sin ojo. Igual que en Ecuador, solo que aquí, en Chile, de esos casos hay 300. Ahora los pacos se cuidan: las bombas de gas describen su parabólica en el aire y caen, casi verticales, en medio de la multitud.

En la primera línea del combate (las palabras “primera línea” tienen, para la izquierda chilena, una resonancia casi mitológica) el intercambio es de gases por piedras. Ahí están los militantes más radicales y dogmáticos: una formación militar de encapuchados, gente provista de máscaras antigases, palos, piedras, escudos, parapetos… Este día han vivido su momento de gloria internacional. En la antigua sede del Senado de la República (toda una reivindicación) fueron recibidos como héroes por el Foro Latinoamericano de Derechos Humanos, la tribuna que los bolivarianos del continente, los socialistas del siglo XXI, los seguidores del Foro de Sao Paulo y del Grupo de Puebla han creado con el confesado propósito de adjudicarse, en esta coyuntura, el papel histórico para el cual se sienten predestinados: el de vanguardia dirigente.

Hasta ahí llegaron quince o veinte jóvenes de la primera línea, con los rostros cubiertos, clandestinos, enarbolando sus emblemas (banderas mapuches, una gran cruz negra con una estrella blanca en el centro, camisetas negras con la leyenda “La hora sonó y Chile despertó”…), y uno de sus líderes despachó un discurso crispado, altisonante, cargado de rabia y de odio contra “el tirano” que gobierna la nación, contra los ricos, contra los poderes capitalistas y la burguesía. Un discurso predecible y plano, en las antípodas de la explosión de creatividad que se observa en los muros de la Alameda. Luego volvieron a Plaza Italia con un acompañante de excepción: el juez español Baltasar Garzón, que se apunta a un bombardeo. Vino a Chile a participar en el foro de la izquierda y a cosechar los frutos de su popularidad. No podía dejar de tomarse una foto de barricada.

Ya ocupan nuevamente su lugar los jóvenes de la primera línea: frente a frente con los pacos, lanzando piedras, destruyendo el escaso mobiliario público que aún queda por destruir, desatando su ira...En la retaguardia, los que no llevan parafernalia militar ni esconden su cara (la inmensa mayoría), no quieren saber nada de esas veleidades y buscan otras rutas para llegar a Plaza Italia. Enfilan por calle Lastarria, un circuito bohemio de bares y restaurantes que a esta hora se comienzan a llenar, casitas bajas de la primera mitad del siglo XX, como La Mariscal quiteña antes de que se echara a perder. Un río de manifestantes se confunde con los clientes de los bares, cuyos propietarios proceden, de mala gana, a retirar las mesas que tienen en las veredas y guardarlas por si acaso. Cuesta distinguir entre los que están de manifestación y los que están de rumba: aquí solo hay jóvenes, hipsters, camisetas negras, disidentes de todas las ortodoxias, último rezago de la generación millenial. Por algo la llaman “la revolución de los pingüinos”.

En el Parque Forestal, otro de los accesos a la Plaza Italia, a una cuadra de la refriega, sentados en grupitos alegres bajo los árboles, los jóvenes ven caer la noche (son las nueve) y viven su propio verano de la flores en medio del aire enrarecido, por momentos irrespirable por los gases lacrimógenos. Sobre la avenida Merced, de un poste de alumbrado a otro cuelga un cartel que no podía ser más oportuno: “Derecho a respirar en paz”. Ese derecho aquí no existe. Sin embargo ahí están ellos, viviendo su momento de libertad absoluta (una experiencia que, cuando se tienen veinte años, es impagable): marihuana, amor libre, grafiti poético, humo, piedras, fuego. Anarquía. Se escuchan sirenas y explosiones. Aquí y allá alumbran las hogueras. El paisaje es surrealista: verano de las flores con una primera línea de violencia extrema.