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Bernardo Tobar Carrión | En el hoyo

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La inmigración que ha auspiciado para compensar el declive de la población nativa la está pagando al precio de su identidad.

Si hubieran acertado los agoreros que hacían tendencia hace 50 años -de la misma pluma que instalaría luego la engañifa de la crisis climática-, la escasez de materias primas y el aumento insostenible de la población harían los titulares. La realidad es que abundan aquéllas y declina ésta, al extremo que las tasas de fertilidad son históricamente negativas.

Como suele suceder en todo orden, varias causas explican estos fenómenos, pero es innegable que ha jugado un papel predominante un cambio cultural que renegó del fundamento escolástico de la Edad Media y malbarató el legado humanista de la Ilustración, que colocaba al individuo en el centro de toda dinámica, suplantándolo por una visión deífica de la naturaleza, en la que el hombre es apenas otra especie, sin más rango que el de su ventaja evolutiva. El ser humano pasó de ser el centro de la creación a la mayor amenaza de la nueva deidad, especialmente si seguía por la senda del “creced y multiplicaos”.

Hacer familia implica renunciamientos, sacrificios, desvelos, responsabilidades, conceptos que caen mal en una cultura que habla de derechos y garantías, que celebra el relativismo y ridiculiza la fe. Perdido el sentido de transcendencia, los hijos dejaron de ser el ideal del matrimonio para convertirse en un estorbo, un pasivo en el balance, una amenaza para la independencia, la salud financiera y el culto al hedonismo de las parejas.

El resultado es que, salvo África y Oriente Medio, la tasa de natalidad en las demás regiones es negativa, lo que traducido a la fórmula del estado de bienestar, sumun político de las referidas corrientes, significa una reducción de la fuerza laboral y menos aportantes para sustentar a los jubilados. Es un esquema Ponzi en toda regla, condenado a la quiebra por diseño, agravado por la ineficiencia de los monopolios estatales de asistencia social y por una cultura que sentó las bases de su propia extinción y se autoproclamó, ¡vaya ironía!, progresista. Europa está llevando la peor parte, pues la inmigración que ha auspiciado durante décadas para compensar el declive de la población nativa la está pagando al precio de su identidad, con Francia a la cabeza, como se vio en los juegos olímpicos y ahora con el putiferio marca mayor tras el triunfo deportivo del PSG.

¿Europa está a tiempo de salvarse? Improbable con sus líderes actuales: están en el hoyo y lo siguen cavando.