Cartas de lectores

Serenatero de Bergerac

Lo curioso fue que a última hora me enteré de que el sereno era para la chiquilla de la cual yo había estado perdidamente enamorado y nunca me atreví a cantarle.

Andaba por mis catorce. Una chiquilla me tenía perdidamente enamorado y moría por cantarle alguna vez, yo con mi guitarrita vieja. Hacía poco que había adquirido, tras varios intentos, rasgar acordes de guitarra coherentes y afinados. Me faltaba valor, aunque me sobraban talento y experiencia. Mi hermano mayor y un amigo común frecuentemente me despertaban a medianoche para hacer doble-segunda en serenos a sus novias del barrio: segunda guitarra y segunda voz. Pero no llegaba la hora del mío, por más que me animaban. Pasaron unos años y ya había ganado más reconocimiento como músico local. Formé parte de algunos grupos musicales, sobre todo en colegios. Me buscaban para animar shows, conciertos, concursos de bandas y hasta animar fiestitas. En ese entonces era muy común contratar lagarteros para las serenatas en Guayaquil. Y sucedió un día lo inimaginable: un amigo quiso innovar y en vez de llevar lagarteros (dos guitarras tres voces) me contrató con mi grupo musical para dar una serenata a su novia, pero con equipos completos. Ese noviazgo iba bien encaminado y podría terminar en boda. Lo curioso fue que a última hora me enteré de que el sereno era para la chiquilla de la cual yo había estado perdidamente enamorado y nunca me atreví a cantarle. Ni él ni ella tenían la más remota idea de lo que yo estaba viviendo; no fue difícil mostrar mis emociones y transmitir mis sentimientos a la receptora de la serenata. Fue espectacular, tanto que los tortolitos quedaron más enamorados, gracias a que yo, sin pensarlo, hice de Cyrano de Bergerac.

Roberto Montalván M.