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Trump y el vodka ruso en Miami

El pasado lunes por la mañana, primer día de la primavera de 2017, Roman Bokeria apareció en el salón de invitados de su negocio en Miami con una sonrisa amplia, fresca y relajada.

Los rusos dicen que Trump les ha devuelto la idea de que EE. UU. es un país que les da la bienvenida y que es un refugio seguro y estable para sus capitales.

El pasado lunes por la mañana, primer día de la primavera de 2017, Roman Bokeria apareció en el salón de invitados de su negocio en Miami con una sonrisa amplia, fresca y relajada. El presidente de la inmobiliaria Red Square -Plaza Roja- tomó asiento y activó un gran televisor de pantalla curva donde buscó en Google Maps y señaló con el mando a distancia su lugar de origen: “Georgia. El mar Negro”.

Corren buenos tiempos para los rusos y exsoviéticos metidos en el mercado de la vivienda en la mayor ciudad de Florida. La victoria de Donald Trump con su abierta sintonía con Moscú ha traído confianza a los inversores de esa región. En noviembre -mes del triunfo electoral del empresario neoyorquino- y diciembre, Rusia se colocó en el primer lugar de origen de buscadores de vivienda en la página de la Asociación de Corredores de Bienes Raíces de Miami, por delante de Colombia y Venezuela. No se han publicado datos de enero y febrero, pero según Bokeria, que señaló que su firma es “número uno en clientela de países rusohablantes”, el dinero de sus paisanos hierve. “El año pasado fue lento y los rusos no compraban. Estaban preocupados por las relaciones con EE. UU. y pensaban que con Hillary Clinton todo iría peor. Pero en cuanto ganó Trump, los rusos están de vuelta”.

La oficina de Bokeria está en Sunny Isles, una zona costera del Miami metropolitano con un 7 % de población de lengua rusa y apodada Little Moscú. Su desarrollo se precipitó a principios de 2000 vinculado a la entrada de fortunas rusas que brotaron al calor del estallido capitalista posoviético. Y entre la hilera de rascacielos que recorre Sunny Isles al borde de la playa hay seis torres con el nombre de Trump -no construidas por él, pero a las que cedió su atractivo sello comercial a cambio de comisiones-. Las ganancias que tuvo el presidente de EE. UU. por estos negocios no son públicas. Una investigación de la agencia Reuters las sitúa entre 20 y 80 millones de dólares. Son altos edificios blancos de viviendas, de oficinas y hoteleros con nombres rimbombantes como Trump Royale o Trump Palace.

Junto a ellos hay muchos otros, como el lujoso rascacielos Jade que se está levantando bajo dirección de los arquitectos estrella Herzog & de Meuron, pero los rusos se deslumbran con Trump. Según Reuters, entre los seis edificios Trump de Sunny Isles y otro que está más al norte, la élite de los inversores rusos se ha gastado 100 millones de dólares en los últimos años. Nada les atrae más que la marca del magnate. “Da igual lo que ofrezcas”, dijo Bokeria, “un 99,9 % de los rusos va a comprar Trump. En su psicología su nombre está asociado al éxito en América, al lujo de una gran vida en América, con una familia preciosa, una mujer preciosa y el estilo de vida de un millonario”, explicó el empresario, llegado en 2002 a EE. UU., nacionalizado y votante de Trump. Bokeria es la misma imagen de ese éxito. Todo luce próspero en la inmobiliaria Red Square.

Dice que Trump les ha devuelto la idea de EE. UU. como un país que les da la bienvenida y un refugio seguro, estable para su capital. Y el sur de Florida les proporciona el añadido del clima que siempre anhelaron y empresas especializadas en darles el paquete completo de servicios, desde la oferta de vivienda a los trámites migratorios, como la suya.

Cuando Trump daba el acelerón final de su campaña en octubre salió en la prensa de Miami una nota que pasó desapercibida en la vorágine electoral, pese a lo chocante de su ecuación: un ruso llamado Alexey Knyshov, antiguo congresista de la Duma con la Rusia Unida de Vladímir Putin, había demandado al constructor porque tenía goteras en su apartamento de siete millones de dólares, también en Sunny Isles.

No en Miami, pero sí en el sur de Florida, en Palm Beach, estuvo la Maison de l’Amitie, una residencia de estilo francés con 18 habitaciones, 22 baños y 50 plazas de garaje que perteneció a Trump hasta que en medio del crash inmobiliario de 2008, con el valor de los bienes raíces cayendo en picada, se la vendió por 95 millones, más del doble de lo que había pagado él unos años antes, a Dmitry Rybolovlev, un ruso con una fabulosa fortuna forjada en el comercio de fertilizantes. El ilógico precio de aquella venta por una casa a la que luego Rybolovlev nunca prestaría atención y que demolió el verano pasado para poner en venta el terreno, sorprendió entonces y ha regresado ahora para enriquecer un barroquísimo fresco de intrigas. El jet privado de Rybolovlev y el avión de campaña de Trump coincidieron cinco días antes de las elecciones en un aeropuerto de Carolina del Norte y días atrás ambos habían pasado por un aeropuerto de Las Vegas en la misma jornada. El magnate ruso se ha convertido en un sospechoso de la supuesta conexión de la campaña de Trump con el Kremlin, aunque los dos, el vendedor y el comprador de una propiedad que rompió récords de mercado, afirman que no se han visto en la vida.

¿Manipular? “Rusia no es poderosa”

Mientras evolucionan las investigaciones oficiales y la batalla política en torno al posible factor ruso en la llegada de Trump al poder, la vida sigue en Little Moscú. Cruzando el mediodía del lunes, un grupo de jóvenes rusos que había llegado de Chicago a pasar unos días en Sunny Isles charlaba disfrutando unas cervezas en la terraza de Matryoshka, una tienda de productos de su tierra. “No creo que Rusia manipulara las elecciones. No somos tan poderosos. Tal vez cuando éramos la Unión Soviética sí, pero no ahora”, comentó Rusten. “Mejor seamos amigos. Con la cantidad de misiles que tiene cada país nos haríamos polvo el uno al otro”, añadió su colega Bulat, que a su vez no veía tan improbable que su gobierno hubiera metido mano. “Los rusos decimos que donde hay humo tiene que haber fuego”, dijo. Por un altavoz del local sonaba en la radio un ruidoso barullo de voces eslavas. Acomodados con sus cervezas rusas podían ver desde su mesa tres de las torres Trump, tocando el cielo azul de Miami.